El ahogado

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Desde mi ventana veo a un punto pequeñito, una hormiga siendo sacudida por oleajes bruscos e insinceros del mar. El pecho me pesa y se sacude y duele y clama, y yo aún de pie mirando con ojos taciturnos e igual de insinceros. Pero que mirada más fría Alberto, pero qué frente más lisa la tuya, ¿no sonríes? Ya, pero por qué eso te sorprende tanto, por qué me parece que intentas que me convierta en otra persona. Qué desastre más grande soy, qué desastre más grande. Y sigo y pienso en porquerías, si yo fuera tal y tal ellos me tratarían como tal y tal, pero siempre quedo en nada, no hay forma de que me convierta en la persona que baja las escaleras y llama a la ambulancia, en la que marca los tres dígitos con dedos temblorosos y húmedos y que por momento se queda en shock, la que dice que vengan rápido, rápido, por favor, desde cabro chico. Pero pienso en ello, hay un recuerdo manchado de unas manos que me dejaron caer. Es desagradable reconocer mi propia fragilidad conque no lo hago, lo dejo así y a cambio pido que nadie espere demasiado de mí y aun así lo hacen, pero yo ya no tengo la culpa si todo acaba en lágrimas y decepción. Yo no tengo la culpa. No reconozco la fragilidad de nadie, imagínate eso: me volvería un desastre. Así que miro a esa hormiga ahora, que se mece suavemente, la miro, apoyado en la ventana con la cabeza ladeada y pesada, la miro. Y luego miro de regreso en mi habitación y cierro las cortinas azules y camino hacia mi cama y me hecho encima del montón de ropa limpia. Miro de vuelta hacia la ventana; una rendija de luz me golpea en la mejilla, fuego. Pero qué sonrisa más extraña Alberto, pero qué sonrisa más extraña, pero qué...

Despierto luego, ha pasado un tiempo. Alguien me golpea la puerta con tiento, y con algo más, puedo decir esas cosas aunque no las entienda.

—Hey.

Me tapo la cara con una almohada.

—Beto, abre la puerta quieres.

Ella lo intenta.

—Beto.

Y una vez más.

—Beto abre la puerta, abre la puta puerta, Beto, Beto.

Al final se va, me quedo catatónico esperando, esperando, y el sol baja, y la pieza se oscurece, y tengo los labios secos y los párpados arenosos y me parece que nunca me había sentido así de descompuesto y no tengo una respuesta para mi condición. Las noches en inviernos son frías, pero no me abrigo, me acurruco mirando a la pared y cuento hasta diez y luego hasta cincuenta, y cuando llego a cien me detengo puesto que no tiene ningún sentido. Desde el departamento colindante se escucha un extraño silbido, un canto de algún pájaro tristón, entremedio le mete algunas letras, nada comprometedor, tiene la voz rasposa y masculina, cálida. Parece un sueño de esos que no tienen ni un sentido, que hacen que me duela la cabeza de tanto intentar conectar partes que nunca encajaran. Y la voz ronca y masculina de pájaro comienza a vacilar y entremedio le mete algunos sollozos cortos y abruptos, a penas conscientes por su brevedad y sin embargo parecen puñaladas a mis propios pulmones, pero nada de eso, se me ha interrumpido la respiración. Ay Alberto, qué haré contigo, qué haré contigo. 

La mujer lavadora descompuesta y el chico marrón mierdaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora