Un grito de asombro se ahogó en su pecho cuando la puerta se cerró tras él. «Es mi vehículo» había dicho ella. Lejos estaba de imaginar lo que encontraría dentro. Nada tenía aquello que envidiar a la mejor suite del mejor hotel que él hubiese conocido. Aunque no había ninguna ventana una suave luz inundaba el pequeño salón. Dos amplios sofás miraban a lo que parecía una chimenea y junto a ellos una librería con cuatro estantes daba el toque hogareño. A la derecha, tras una puerta doble entreabierta, se veía una cama grande. De no ser por la consola de ciencia ficción que había al fondo del salón aquello podría haber pasado por un apartamento más que bien acondicionado.
—Siéntate un momento. Enseguida estamos en casa —dijo Carlota desapareciendo por una puerta al fondo de la habitación.
Mientras Roberto decidía si sentarse o no, ella apareció de nuevo con dos vasos de agua fría y los dejó sobre la mesa que había entre los sofás y aquel hueco en la pared que simulaba un hogar.
—No lo parece, lo es. —Y chasqueando los dedos un rabioso fuego apareció de la nada.
—¿Puedes leerme el pensamiento? —dijo Roberto mirándola con ojos de plato. Siendo tímido como era aquella intromisión sería mucho más que incómoda.
—Todavía no, pero te conozco y se me da bien leer la cara de las personas. Siéntate y empezaré con las aclaraciones. —Esta vez dejó el vaso de agua entre las manos de Roberto una vez que él se hubo sentado. De repente, la gata callejera, de la que se había olvidado por completo, saltó en el regazo de la que le había prometido un lugar mejor donde pasar sus días. Gracias al inesperado movimiento de la gata Roberto salió de su ensimismamiento y preguntó.
—¿Quién eres?
—Carlota.
Tras un minuto de reflexión parte de su infancia, casi treinta años atrás, afloró como si de ayer se tratase. Mientras intentaba escapar del engañoso ajetreo amistoso de su familia con el resto de la nobleza, él y su pequeña amiga Carlota corrían por los campos y bosques cercanos a la casa solariega donde los Condes de Sotollano pasaban el verano. Roberto ya empezaba a odiar la vida social de los que le rodeaban y Carlota era la chica rara del pueblo. Carlota era hija de Sarah, una de las muchachas que atendían la cocina y las labores de la casa mientras ellos estaban allí, y hablaba sin parar de flores, magia, hadas y otras cosas sin sentido. Aun así él, con nueve años, se sentía protector con aquella niña que parecía ver cosas que nadie más podía ver. Inseparables. Hasta que un buen día ella desapareció.
—Tenías siete años la última vez que te vi.
—Lo sé. Y debo haber cambiado mucho si no eres capaz de reconocerme siquiera por el pelo zanahoria —dijo ella divertida tratando de aliviar la tensión que notaba en Roberto—. Tú y tu madre desaparecisteis.
—Las brujas debemos movernos de vez en cuando —. Aquello iba a ser más complicado de lo que ella pensaba así que decidió ir a lo práctico —. Veo que no avanzamos, que estamos llegando y tenemos muchas cosas que hacer, así que voy a ir a lo que necesitas saber ahora y a partir de ahí, seguimos. Estamos dentro de mi nave espacio-temporal. Sé que se te amontonan las preguntas en la cabeza pero ya tendremos tiempo. Tengo como base una casa de campo en Marsella donde nos vestiremos adecuadamente y nos prepararemos para saltar a la abadía de Saint-Michel en Normandía, una semana antes de la noche de San Juan de 1214. Mientras Felipe II está entretenido luchando con los ingleses, y el abad Raoul des Îles, se preocupa de su vida religiosa y sus monjes, nosotros vamos a entrar en la abadía y nos vamos a llevar algo que hay guardado allí.
Un vaso de agua no bastaba para tragar todo aquello. La cabeza empezaba a dolerle como si le hubiesen trepanado el cráneo pero todavía pudo hacer una pregunta más.
—¿Por qué has venido a por mí? ¿Por qué ahora?
—Porque hiciste tu tesis sobre la baja edad media, porque pasaste seis meses en Saint Michel con una beca estudiando sus archivos, porque sé que puedo confiar en ti para que me cuides las espaldas y porque me he cansado de trabajar sola.
—¿Estoy secuestrado?
—¿Secuestrado? ¡Mides medio metro más que yo y tienes unos brazos como troncos de árbol! —Carlota levantó la ceja, dibujó en su cara una sonrisa de medio lado y en la mente de Roberto se formó la imagen de una pequeña pelirroja con ese mismo rostro al que seguía un ¿eres tonto? y una risa escandalosa y sincera. De repente se sintió confiado y un millón de preguntas se agolparon en su cabeza para salir y encontrar respuestas. Pero una brilló por encima de todas.
—¿Cómo que eres bruja?
—Hemos llegado
—¿No me vas a contestar?
—Ya es hora de comer. ¿Qué te parece si disfrutamos del almuerzo y seguimos con esto después con un té? Isabelle debe tenerlo todo listo. Sé a qué dedicas tus fines de semana —rió —. Estoy segura de que no echarás de menos tus rutas gastronómicas mientras estés aquí.
—No sé qué responder a eso.
—Vale. Vamos a hacer lo siguiente. Esta tarde contestaré a todas las preguntas que se te ocurran, siempre que tenga la respuesta, y después de la cena podrás decidir si te quedas conmigo para ir a Saint-Michel o no. Si mañana por la mañana has decidido volver a Toledo te dejaré de nuevo en el mismo sitio y a la misma hora en que te recogí. Si decides quedarte conmigo... —Carlota se levantó del sofá y se dirigió a la puerta mientras pensaba una respuesta acertada.
—¿Qué?
—Te aseguro, al menos, que será más excitante que lo que haces ahora.
Con esta respuesta abrió la puerta y salió, seguida por Roberto, al soleado salón abierto por un lado al mar Mediterráneo y por otro al más impresionante campo de lavandas que jamás había visto. Estaba claro que su vieja amiga era tan especial como él había intuido en la infancia y casi estaba convencido que su curiosidad nublaría su buen juicio.
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Brujas
Ficțiune generalăRoberto, un archivero consumido por el astío, se adentra en un mundo desconocido hacia la aventura, el saber y su propia historia.