Mientras uno estudiaba para hacerse un hombre de provecho, la otra seguía en su mundo fantástico, aunque ahora lo hiciera en los bosques irlandeses. Su madre nunca le mintió, nunca le escondió lo que eran, y la fue adiestrando en las artes de la brujería como otros enseñan a sus hijos a ir al baño, a lavarse los dientes todas las noches o a comportarse correctamente y compartir los juguetes. Fue tan natural para ella que no le extrañó cuando su madre le advirtió que debían mudarse razones que todavía no le podía explicar. Carlota sabía que su madre nunca le mentiría y si no le decía algo ahora, ya lo haría.
Y llegó el día. Carlota contaba ya catorce años y su vida, como la de una adolescente corriente, transcurría entre el instituto, el cine y su modesta casa en el pueblo de Kinsale en Irlanda. Cuando llegó a casa su madre estaba sentada en el sofá junto con un señor con el pelo blanco y pinta de sabio. Los ojos de Sarah resplandecían y sonreían a su hija.
—Hola, hija. ¿Cómo ha ido el día hoy?
—Hola, mamá —dijo Carlota un poco extrañada. Siendo tan pocos habitantes como eran en el pueblo, era raro que a ella se le hubiera escapado alguien luego, o había estado encerrado en una cueva o era un forastero—. Good afternoon, sir.
—Buenas tardes, Carlota —respondió el extraño.
—¿Qué pasa aquí, mamá? —¿Un novio?, pensó. No creo. Se lo hubiese visto. Y, ¿por qué habla en español? Por aquí no hay nadie que lo hable.
—Este es Carlos O'Donnell. Él es tu padre, hija.
Carlota sabía que ese día llegaría, pero no se lo esperaba en ese momento. Sabía que su madre no le había contado toda la historia y ahora parece que pretendía contársela toda de golpe y eso tampoco era justo —. Me voy a mi habitación.
—¡Carlota!
—Déjale espacio, cariño. Saldrá cuando esté preparada —dijo Sarah a Carlos—. Sabía que esto pasaría tarde o temprano pero no supe cómo ir allanando el camino antes de que llegaras.
—Está bien. Tendré paciencia. Aunque ya sabes que no es mi mejor virtud —. Sarah sonrió pícara y cómplice a Carlos. Era cierto que lo conocía bien. A pesar de los años que habían parecido una eternidad ahora volvía a ser como si nunca se hubiesen separado.
Entretanto, Carlota paseaba por su habitación mientras meditaba. Necesitaba serenarse para asumir todo aquello. La habitación se quedaba pequeña. Iba y venía y volvía. Más espacio. Tenía que salir.
Salió por la ventana como había hecho otras veces y, como siempre, había dejado la ventana abierta con un trozo de maroma de barco como tope. Así su madre sabría dónde estaba y evitaría que se cerrase para poder entrar más tarde, que no sería la primera vez.
El bosque siempre fue su refugio, desde pequeña, cuando vivían en Renedo de Esgueva. Allí pasaba sus momentos a solas cuando su madre no podía ayudarla, y podía meditar las cosas. Allí jugaba con los seres elementales y preguntaba a sus guías espirituales por sus dudas. Y allí, en el bosque, conoció a su amigo Roberto, al que aún recordaba a veces. En aquel bosque irlandés, que llevaba años visitando, ya tenía su rincón. En un recodo del paseo Scilly se dibujaba un pequeño camino que acababa en una cueva que, aunque poco profunda, era suficiente para mantener su intimidad. Allí tenía su pequeño altar ante el que meditaba cuando necesitaba hablar a sus guías. Y allí se sentó a meditar hasta que su amigo el leprechaun apareció.
—Hola, pequeña Carlota. ¿Puedo ayudarte?
—Mi padre ha aparecido —. El pequeño duende miró a la niña esperando algo más—.
Ahora mismo estoy bloqueada. No sé qué esperar ahora.
—No esperes nada. Vuelve a casa cuando estés serena y deja que transcurran las cosas. No tiene sentido preocuparse por cosas que desconoces o que todavía no han ocurrido.
—Gracias, Rodhric. Estaré un rato más y volveré a casa. —Como de costumbre, el elemental desapareció en un parpadeo.
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Brujas
Ficción GeneralRoberto, un archivero consumido por el astío, se adentra en un mundo desconocido hacia la aventura, el saber y su propia historia.