La dulce daga

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Uso mis últimas lágrimas de tinta para manchar el lienzo de la historia sin sombra. Y aún cuando el destino ha probado su filo y su efectiva carga sobre ésta y aunque la realidad fría de los moluscos que no han sido sacados de su concha para revelar su contenido blando y crudo, sin perlas ni espuma blanca venga como el mar, me obstino en sacarte de la vaina y mirarme en tu mortal reflejo.

Recuerdo tu brisa en la quilla de este barco que traza estelas perdidas en el horizonte. Tus ojos de almendro no dan cabida en sus ramas a un ave de nido vacío. En tus raíces la vida no fluye para el ave. Aquella vez, ángel de alquimia, trocaste inercia en movimiento y formaste un camino en la arena que condujo mi búsqueda y tu encuentro al Ártico. Ahí la bellísima escultura de hielo se tornó en agua salada al contacto con la luz, agua de mis ojos y luz de tu frente. Mas no voy a alcanzar tu playa siendo océano, no voy a tocar tu alma siendo amor.

Tú, triste daga con aéreo nombre vienes a mí y te clavas con la piedad del rapaz sobre la presa. Tus uñas están bien ceñidas a mi centro que sabe a sangre caliente mezclada con la miel del triunfo de lo humano sobre lo inerte, del corazón sobre la mente, de la ilusión sobre la mentira. Si ha de morir en tus alas mi sueño, te reto a jugar un poco más con la presa, lechuza, pues ha sido mi regalo más caro, el más preciado tesoro.

Sentí tu metal hoy como la primera vez, como la última. Recorro aún tu boca prohibida y falsa como la promesa de Eva, y desde aquí te atrapo, centella distante, con la conciencia cerrada y empeño de espejo. No hay en ti, dulce daga, nada más para mi pecho que el filo al que se aferran mis entrañas. Permanezco con aliento suficiente para seguir besando tu hoja que yace entre mis manos llenas del líquido escarlata que yo misma hice fluir. El calor de tu dolor no es dulzura suficiente, no es tormento suficiente para matar a las fieras como en aquél entonces.

Tu brillo fue hecho para segar. No he de suplicarte más, tengo la paz de mi lado y de ti busco la guerra. Tú, fiel espada, tú has olvidado poner algo más en mi tierra que tu mortal brillo. Con este soplo de brisa que no tocará tu alma, que no verá el alba de tus días ni las estrellas de tu noche suspiro una retirada y saco un poco más la espada de mi pecho. Tú, encarnado, abrazas y divides la cárcel de carne que no te deja ir.

Mírame. ¿Sientes el latido del rojo elixir en tus manos, o de ti acaso manan mis lágrimas? No. No te espero ni en el hado y aún ahí busco el punzar que torna mi hielo y tu metal en la brasa que consume al fénix reencarnado.

Tú, tronco ciego pleno de cantos que no escucharé hasta la mar, de donde no habrá regreso.

Cartas desde el ÁrticoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora