Luz indigesta

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La luz lunar no me dejaba dormir. Ahora su recuerdo no me deja soñar. No puedo detenerme. Parar aquí implica congelarse. Morir. Hay ecos en todas partes. Destellos de nada. Palidez.

La distancia crepuscular hace que todo se torne nebuloso. Irreal.

He tratado de vomitar la ponzoña. La miseria no se digna a abandonar mi cuerpo. «Sigue caminando», grita el camino. Grita la consciencia. No te detengas aquí, no le perteneces al hielo, no mires a la Luna.

No les creo.

Hace tanto estuve aquí. Y dejé que pasaran los inviernos sobre mí. Los infiernos. Los terremotos y los maremotos. Y busqué entre los escombros esa tabla segura sobre la cual naufragar sin desfallecer.

No hay más tabla. Solo mar.

Vomito al fin. Letras crudas, burdas. Ideas sin digerir. Aquello que nutría ahora me da asco, me duele. Se clava el destello metálico en mis ojos, en mi vientre viejo, entre mis pulmones agotados.

Y busco algo de calor en la helada luz de la Luna cruel que brilla esplendorosa para los amantes. Para los que se miran y se tienen. Para los que se dan calor a pesar de la gélida luminiscencia. No para los abandonados, los solitarios, los lobos esteparios. No.

Por eso los lobos le aúllan.

Para que se apague de una maldita vez.

Cartas desde el ÁrticoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora