Después del largo día de trabajo, nuevas amistades y antiguos enemigos, solo quería prepararme para descansar y ver qué me depararía el día siguiente. Jacob me llevó hasta los barracones, donde treinta racionales y yo pasábamos la noche. Él era un tío tranquilo, reservado, de los que exteriorizan poco sus emociones, de esos que cuando se cabrean explotan de forma violenta.
—Este es tu catre, esta tu taquilla y este baúl es tuyo. Toma las copias de las llaves, procura que no te las roben la próxima vez. —Eso y «sígueme» fue todo lo que habló el gato grande conmigo.
—Mañana me gustaría hablar contigo.
—Como quieras. —Mismo tono cortante.
El barracón era igual al que vi en una película militar, literas metálicas para dos catres, una taquilla a cada lado de las camas y un baúl en los pies de la cama. Las duchas y los servicios estaban a ambos lados de la estructura, estaba todo muy limpio y ordenado.
Abrí la taquilla para ver si podía sacar algo más en limpio de mi amigo Kiyu. Dentro de la taquilla solo había enseres para la higiene personal y ropa de trabajo limpia. En el baúl tampoco había nada que me dijera quién era mi compañero de piel, como una foto, una carta, algún recuerdo de otro sitio... Nada.
Fui a ducharme, a lavarme los dientes y a acostarme como un «buen chico», las luces se apagaban a las diez y media. Los días en este mundo tenían veintiséis horas; las semanas, nueve días; los meses, cinco semanas, y los años, nueve meses. El calendario de este zoo se regía por las estaciones, igual que en cualquier lado donde se cultiva o se crían animales para su consumo, así que los años eran un poco más largos que los terráqueos (cuatrocientos cinco días) y las estaciones, un poco más cortas.
Me acosté en la litera de arriba y le di las buenas noches a mi compañero de abajo, un cánido grande con mucho pelo; no sabía qué raza era, pero tenía pinta de pastor inglés. Había gran variedad de razas en la estancia y sus olores a animal recién duchado me llegaban como una cacofonía de fragancias, como cuando te metes en una tienda de perfumes en el centro comercial, pero por mil. Olía a felino, a cánido, a ovino, a ¿plumas? Intenté no pensar más en ello y cerré los ojos.
Casi al momento de cerrar los ojos, empecé a sentir la vejiga llena. Las luces estaban apagadas, pero aun así podía ver bastante bien. La visión nocturna y el olfato me podía ser útiles. Bajé de la litera, recorrí los escasos metros que quedaban hasta los aseos y, cuando encendí la luz, volví a encontrarme en la sala negra con suelo negro, techo infinito y espejo al fondo. Me había quedado dormido y estaba soñando. No me faltaba fósforo en la dieta, el sueño era de Kiyu, no mío. Esta vez no me iba a pillar por sorpresa.
Me acerqué al espejo con intención de partirlo de un puñetazo, pero esta vez reflejaba a mi yo humano, detrás estaba Kiyu.
—Esta vez has sido más original —le dije con el tono más tranquilo que pude.
—Te dije que eras mío.
Intentó agarrarme por la espalda. En lugar de agacharme, me abalancé hacia espejo y crucé el cristal como si fuera niebla. Escuché detrás de mí un golpe seco y a un perro grande chillar de dolor. Había atravesado el espejo y Kiyu se había dado con él emitiendo un golpe seco que sonó como un cristal blindado.
—¡Uh, eso tiene que doler! ¿Te traigo una bolsa de hielo?
—Ese espejo no te va a proteger de mí. —Me hablaba entre gruñidos, arañando el cristal con las uñas.
—Anda, ponte el hielo en la cara.
—¿Qué hielo? ¿Me estás escuchando? ¡Voy a acabar contigo! — Al decir eso se dio cuenta de que tenía una bolsa de hielo en la mano izquierda.
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Piel cambiada
Science FictionMundo esta atrapado en una rutina que le roba la juventud. Pasa los días esclavo del trabajo deseando que su suerte cambie, hasta que el deseo se ve violentamente cumplido. Ahora lejos de casa, de su entorno y con un cuerpo que no le perten...