Ajedrez mental

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Caí en la cuenta de que aún no me había mirado en un espejo, no sabía que pinta tenía mi cara. Reparé en el vaso que me trajo mi enfermero, lo cogí e intenté mirarme en él. La curvatura del recipiente deformaba todos los rasgos de lo que podía ser mi nueva cara, pero por lo menos tenía una idea básica de lo que era Kiyu. Básicamente era un husky, pero no el típico blanco y negro, tenía un antifaz negro en los ojos y el hocico gris claro. Ese mismo tono de pelaje lo tenía en el pecho hasta los genitales, el resto del cuerpo lo tenía de un gris más oscuro. Me estuve palpando un buen rato; a diferencia de mi cuerpo humano, en este solo había pellejo y unas articulaciones finas y fibrosas, era el cuerpo de un perro grande.

Otra cosa que me llamó la atención fue que me podía lamer la nariz. Lo hice un par de veces; el sabor no me gustó, aunque podría prescindir de pañuelos en una emergencia.

Estaba tumbado en la cama y se me ocurrió hacer algo que solo los perros pueden hacer: lamerme las pelotas. Me pareció una ocurrencia divertida. Me puse de lado en la cama, levanté una pierna, me giré hacia mis genitales y, justo cuando saqué la lengua para ejecutar mi plan, se abrió la puerta de par en par. En ese momento, a pesar de no ser creyente, recé a Dios para que en el dintel no estuviera Laila.

—¿Quiere que vuelva más tarde? Le dejo solo... cinco minutos —Tenía una voz dulce y melosa, esperaba que fuera lo único bonito que tuviera.

Cuando me di la vuelta, de pie en el umbral de la puerta estaba parado lo que parecía un labrador, pero en el cuerpo de una mujer diez, enfundada en un traje chaqueta bajo una bata blanca. Eso me hizo sentir más miserable aún.

—No, pase, me estaba asegurando de que todo estaba en su sitio. —Eso lo dije sin pensar demasiado, lo cual me hizo sentir más desgraciado todavía.

—Muy bien, supongo que lo que estaba haciendo puede continuarlo después. —Bum, qué cruel, me estaba dando fuerte.

Se sentó en el mismo taburete en el que estuvo Juan, pero lo ajustó a su altura. Me llegaría por el hombro, más o menos tendría 1,70 metros.

—¿Usted es Laila, la psicóloga?

—Correcto, y usted es Kiyu, el lobo mestizo que al que le gusta parar objetos contundentes con la cabeza, ¿correcto? —No sabía qué esperaba conseguir, pero estaba siendo muy borde.

—Creo que sí, hasta hace solo un momento sabía solo mi nombre, ahora sé que soy medio lobo medio... ¿perro?

—¿Tiene problemas de memoria a medio o corto plazo? —El tono seguía siendo muy seco.

—Si se refiere a que no sabía ni cómo me llamo hasta que me lo dijo el enfermero, sí, tengo problemas de memoria.

—Muy bien, voy a hacerle una batería de preguntas y de sus respuestas dependerá si se vuelve a casa con su tutor legal o lo derivamos a otro centro regido por el Ministerio.

—¿Mi tutor legal? —El «Ministerio», el dueño de aquel cuerpo me había recomendado cuidarme de él.

—Sí, la persona que se encarga de su manutención, formación y demás necesidades que le valgan para ser un individuo de provecho en esta, nuestra sociedad.

Según dijo «provecho», me acordé de la bandeja de comida y el estómago volvió otra vez a rugirme.

—Vaya, ¿tiene alguna otra necesidad que le urja satisfacer en este momento? —Creí ver que movía el rabo ligeramente.

—¿Por dentro se lo está pasando bien?

—¡Pfffff, ja, ja, ja, ja, ja, realmente me está costando horrores ser profesional en este momento! —Tenía una risa chillona y contagiosa, el rabo se le movía ahora más rápido.

Piel cambiadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora