Los noticieros anunciaban en sus placas el alerta naranja para la Provincia de Buenos Aires, era principios de Febrero y se esperaba el día más caluroso del año.
En Santa Paula, esa temperatura se multiplicaba cuando las chapas de los hogares se fundían con el sol y el calor caía de lleno en las montañas de basura que se acumulaban en el arroyo que bordeaba la villa, invitando a las cucarachas a salir de sus escondites.Cuando el sol comenzaba a caer, los vecinos solían sentarse en las puertas de sus casas en busca de un poco de aire fresco entre tereres o cervezas.
El verano y las vísperas de carnaval, regalaban un poco de color a ese barrio a veces tan grisáceo. El sonido de las murgas ensayando eran una caricia al alma para muchos de los vecinos.
Claro que para Tomás las cosas eran diferentes, no había música ni brillo de lentejuelas que pudieran acariciarlo.
Fuera del barrio, sobre la calle Amapolas todavía el asfalto se encontraba teñido con el color oscuro de la sangre de Pachuca y aunque la distancia a la que se encontraba Tomás rozaba los mil metros, él podía casi jurar que sentía el olor de su sangre que se mezclaba con el de la pólvora y quizás sea porque ese olor lo acompañaba a cada instante que ahora se había transformado en un muerto en vida.Aún así, no era el único que podía sentir los rastros de violencia atormentandolo. La vida de Julieta también había dado un pequeño vuelco desde aquel día.
Cada atardecer, cuando su jornada laboral llegaba a su fin. Julieta caminaba las escasas cuadras que separan el barrio privado América de la entrada de Santa Paula y la paranoia enredada con el miedo a toparse con el clan de los Campos la acechaba en cada esquina.
Era para ella un alivio encontrar las entrecalles desiertas pero ese viernes en particular la suerte no estuvo de su lado.Julieta tenía plata en el bolsillo y una tarjeta Sube con saldo en positivo asi que decidió no arriesgarse a caminar en soledad con el miedo en la garganta.
La parada de colectivos estaba vacía y se apoyó en una de sus paredes de cemento para descansar. El silencio era absoluto hasta que advirtió movimiento al otro lado de la pared, se acercó con confianza esperando encontrarse con Miguelito, ese perro viejo que siempre la acompañaba, pero al acercarse Tomás Campos estaba ahí.
Había escuchado demasiadas historias sobre él, historias impactantes que su tía Irma contaba con detalles estremecedores y que habían formado en su cabeza la idea de un monstruo.
Tomás Campos, la maldad hecha persona, el bandido más cruel que había existido dentro de Santa Paula hecho una bolita contra la pared, con sus manos en su rostro, sin remera, flaco, consumido y casi que indefenso.
Quizás lo más prudente hubiera sido huir, pero Julieta seguía obstinada en la inconsciencia a pesar de todo.
—¿Estás bien?— preguntó y Tomás sacó las manos de su rostro.
En sus ojos estaban los despojos de una larga inundación, de esas que arrasan con todo a su paso, que aniquilan y dejan la llanura inmensa despoblada.
Su mirada era una llanura y en ella llovía. Era la llovizna posterior al desastre natural, una llovizna tenue pero infinita.Julieta sintió caer al profundo vacío con tan solo mirarlo y le pareció prácticamente imposible creer todos esos cuentos que giraban en torno a él.
—Te estaba esperando— dijo su voz ronca y rasposa.
Definitivamente no era lo que ella esperaba escuchar.
—¿A mí? ¿Por qué a mí?
—Sos la única que me puede ayudar, tengo que encontrar al que le disparó a mi hermano— expresó incorporándose y Julieta dió un paso atrás.
—Pero yo no sé nada y ni mi tía ni yo tuvimos algo que ver con eso.
—Yo se que no tuvieron nada que ver, pero mi familia no piensa lo mismo. Así que por tu bien y el de tu tía creo que te conviene ayudarme.
A Julieta esas palabras le sonaban a amenaza pero a juzgar por el tono lastimoso y sus ojos tan nublados quizás era algo más parecido a un pedido desesperado.
Esa manera hostil de hablar que lo había llevado a incontables enfrentamiento, no causaba lo mismo en Julieta.
Por primera vez su altanería no sería respondida con agresión.—Esta bien, yo te voy a ayudar en lo que pueda— respondió Julieta suavemente.
No era miedo, era simple compasión por la lluvia de sus ojos, era causa directa de la sensación de vacío que ese drogadicto desaliñado le transmitía a una joven Julieta que era incapaz de darle la espalda al dolor ajeno.
Podemos decir que en ese preciso momento, el destino comenzaba a escribir las primeras líneas de su historia.
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