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He estado en la boda de un armador de trampas.

Fue en el lejano oeste y al aire libre.
La novia era india piel roja.

Su padre y sus amigos estaban allí cerca, con las piernas cruzadas y fumando en silencio.

Llevaban mocasines y mantas amplias y gruesas sobre los hombros.
A la orilla del río esperaban los novios.

El armador estaba vestido casi todo de pieles,
la barba y las guedejas exuberantes
le protegían el pescuezo.

Tenía cogida por la mano a la novia.
Era una moza de pestañas muy largas,
de cabeza desnuda
y de trenzas ásperas y rectas que descendían por las caderas voluptuosas hasta los pies.

El esclavo furtivo se paró frente a mi casa.

Oí crujir las ramas secas bajo sus pies;
por la puerta entreabierta de la cocina lo vi cojear y, casi desmayado, sentarse sobre un troco.

Traje agua, lavé su cuerpo sudoroso y sus pies ensangrentados;
le ofrecí un cuarto junto al mío,
le di ropas limpias y gruesas
(aún recuerdo sus ojos espantados y su azoramiento)
y le puse compresas en las rozaduras del cuello y los tobillos.

Estuvo conmigo una semana hasta que se repuso y pudo caminar hacia el norte.

Cuando comía, sentado a la mesa junto a mí,
el fusil cargado descansaba en un rincón.





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