XXIII

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XXIII

¡Oh, desenvolvimiento interminable del verbo al través de los mundos!
Mía es la palabra Humanidad,
una palabra vieja y moderna, forjada con el acero de la fe.
Que se cumpla esta palabra ahora o en los siglos venideros,
nada me importa.
Yo vivo en el tiempo absoluto.
Sólo el tiempo es perfecto, redondo, y todo lo completa.
Sí. Sólo esta maravilla desconcertante y mística del tiempo todo lo completa.
Acepto la realidad y no la discuto.
La materia me circunda y me absorbe.
¡Hurra por la ciencia positiva!
¡Vivan las demostraciones exactas!
Traedme coronas de cedro y de laurel.
Honrad esas cabezas:
la del químico,
la del geómetra,
la del gramático,
la del que descifra los viejos jeroglíficos,
la de los marinos que guiaron las naves por mares desconocidos y llenos de peligros,
la del geólogo,
la del que maneja el escalpelo
y la del que gobierna el microscopio.

Para vosotros los aplausos,
las medallas
y las graves dignidades.
Vuestros hechos
y vuestras conquistas
no son de mi dominio,
pero son útiles,
y por ellos entro yo en este mundo de la canción que es mi dominio.
Mis poemas no hablan de las propiedades singulares de las cosas,
hablan de la vida no catalogada,
de la libertad y del misterio.
No se ocupan de los neutros ni de los castrados,
exaltan al hombre y a la mujer bien organizados,
baten los tambores de la rebelión
y se unen a los fugitivos,
a los mártires y a los que conspiran.






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