Prólogo

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El mes del caballero

Prólogo

¿Son estos mis días finales?

Probablemente.

Cuando acepté este último desafío, estaba plenamente consciente de que las consecuencias serían irreversibles. Aun así, no sentí miedo, ¿cómo iba a sentirlo?, a mi edad, el miedo a la muerte ya no lucía tan aterrador. Me tocó vivir de todo: Guerras, hambrunas, romances, victorias, derrotas y por supuesto, el ocaso de mis capacidades.

Ya no podía correr como antes, ni dar volteretas en el suelo, ¡mucho menos comer en gran cantidad!, oh, como extrañaba los banquetes de carne y la cerveza que mis hermanos solían dar a principios de invierno, cuando la familia se reunía en el castillo central. Fueron días de ensueño, memorias preciadas que poco a poco, se iban alejando de mis dedos.

Mis últimos años debieron ser tranquilos y serenos, una caminata por la vida hasta encontrar a la muerte como si estuviese viendo a una vieja amiga. Pero no, al parecer, el destino tenía otros planes para mí.

Todo comenzó por cosas de la política, mi hijo, el actual señor del Castillo Marea, se vio forzado a negociar con un noble extranjero que pretendía quitarnos una de nuestras tres aldeas. En teoría, la respuesta más caballeresca posible, debería ser un no rotundo y una llamada a las armas, pero en esta ocasión no pudimos ser tan nobles, pues el reino enemigo poseía un ejército parecido al nuestro. Enfrentarnos en un combate abierto solo traerá destrucción para ambos bandos, hasta el más estúpido podría saberlo.

Y por supuesto, ninguno de los dos reyes deseaba tratar este tema abiertamente, ya que ambos yacían lidiando con sus propios problemas dentro de sus fronteras. Nuestro soberano, el Rey Juan II, le dijo a mi hijo que resolviera el problema sin llegar a una guerra o darles a los vecinos un casus belli.

Así era la política, taimada y llena de mentiras, un mundo donde la irresponsabilidad y el miedo estaban a la orden del día.

¿Deberíamos entregarle la aldea así nada más?

Obviamente no.

Ceder un feudo, por más pequeño que sea, traería la deshonra para nuestra familia, una mancha tan grande que mis nietos y bisnietos tardarían años en borrar. Con el paso del tiempo, aprendí que el prestigio entre las familias nobles era incluso más importante que simples monedas.

Total, el dinero podía producirse de muchas formas: Economía, saqueos, ventas, trofeos, etc.

Pero el honor y el prestigio solo podían obtenerse de una manera: Haciendo lo correcto.

Y en este caso, mi hijo hizo bien.

Luego de una acalorada discusión, donde llovieron los insultos, las amenazas y una que otra mirada fea, las dos familias nobles llegaron a una conclusión: Arreglarlo todo con un duelo de honor, una vieja tradición milenaria que consistía en un combate uno contra uno, a muerte y sin posibilidad de rendición.

Los términos quedaron de la siguiente forma:

1- La familia ganadora se quedará con la aldea.

2- No habrá represalias ni deudas de sangre entre ambas familias.

3- Los combatientes deberán ser miembros de la dinastía (incluyen bastardos)

4- Se dará un mes de preparación, en ese tiempo, ningún ejército o fuerza militar podrá estar a menos de 1 kilómetro de las fronteras entre ambos señores.

Y fue ahí donde entré yo.

Mis cuatro hijos aún tenían niños pequeños, salvo por mi primogénito, cuyo hijo mayor ya había alcanzado los dieciséis años de edad.

No podía permitir que ningún miembro de mi familia muriese por una tontería política.

Así que me ofrecí como campeón, después de todo, la opción más sensata para no enfurecer al reino enemigo y conservar nuestro honor, sin llegar a la guerra, era precisamente este combate singular.

Total, a mis cincuenta y siete años ya no me quedaban muchas cosas por hacer.


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