Preludio

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Me encontrába ante una imponente mansión, frente un portón de hierro el doble de alto que yo; pero aún así, empujé la puerta de la manera correcta, y esta cedió sin hacer el menor ruido, permitiendome adentrarme en la propiedad silenciosamente, sin llamar la atención.

El mayordomo apareció de uno de los laterales de la enorme casa y, al verme, ahogó un grito antes de salir corriendo, volviendo sobre sus pasos.

No me pareció una acción desmesurada, ya que, si antes de todo me hubieran dicho que alguien habría vuelto del exterior, yo tampoco me lo hubiera creído; e incluso, hubiera tachado a la otra persona de tener quizá disfunciones mentales.

No me detuve, y continué por el camino, acercandome a la impecable pared que conformaba la fachada principal. Quizá no hubiera sido mi hogar, pero irremediablemente aquel había sido el lugar en el cual había pasado gran parte de mi vida, por lo que no iba a tener reparos en entrar.

Cuando casí había llegado al pequeño porche que adornaba la puerta principal de la casa, mi madre apareció con el ceño fruncido y jadeando ligeramente por el esfuerzo; por lo que presupuse que había corrido hasta la puerta para confirmar los relatos descabellados de su anciano mayordomo.

Al verme quedó en shock por unos breves instantes, suficientes para relajar mis músculos y tomar una gran bocanada de aire, preparándome mentalmente para el fatídico reencuentro que había estado esperando incluso sin saberlo.

Recuperó la compostura rápidamente como si ver regresar a su hija viva no le sorprendiera más que verla regresar antes de lo previsto de un acontecimiento social; y para mi sorpresivo desagrado sonrió genuinamente, lo que me puso los pelos de punta, advirtiendome que estaba tramando algo que, por supuesto, la venefeciaría de mi regreso.

No pude evitar rodar los ojos cuando se puso a mi lado y comenzó a anunciar lo bienaventurada que se sentía de verme de nuevo, y mil sandeces más acerca de lo maravilloso que era mi regreso, y de lo afortunada que se sentía.

Su hipocresía realmente me enfermaba, por lo que ignoré sus chillidos de cerdo y pasé junto a ella, sin preocuparme por si me seguía o no.

No perdió tiempo y me alcanzó poniéndose a mi altura y siguiéndome, predicando lo dichosa que era... Hasta que uno de sus comentarios me hizo rechinar los dientes, apretar los puños y tensar los músculos de rabia.

- "¿Lo agradecida que estaba con Dios?"

Naturalmente, no se dió cuenta de la creciente ira que burbujeaba en mi interior, demasiado ocupada fingiendo felicidad, y tratando de seguirme el paso.

- "¿Donde había estado Dios en todos esos momentos en los que creía que moriría?"

"¿Donde había estado Dios mientras veía a todos mis compañeros morir?"

Respiré hondo, y dejé que el aire llenara mis alterados pulmones, absorbiendo toda la rabia, y expulsandola cuidadamente. Recordé a que había venido, y que no podía darme el lujo de estropearlo todo ahora. Miré a la gran mansión, y me vi a mi misma de pequeña, correteando por ese mismo camino; rodeando la gran casa en dirección al inmenso jardín que se encontraba detrás de esta. No podía hecharlo a perder. No sabiendo lo arriesgado que era permanecer en este lugar, (incluso más que el exterior).

Recordé también la promesa que me había hecho a mi misma, de no volver a poner un pié en esa horrible casa, y aunque quizá me vería forzada a romperla, no estaba dispuesta a que fuera tan pronto.

Llegué al patio, y fui parandome progresivamente a medida que descubría como habían cambiado las cosas en mi ausencia.

Todo lo que en mis recuerdos ara un brillante césped verde, que se extendía en la distancia, ahora se ahogaba bajo una inmensa y solida capa de cemento gris.

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