Capítulo 2: La denuncia.

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Aquella persona que con tanta amabilidad y preocupación había atendido a Aelia, durante el camino se presentó e intentó hablar de cosas varias para distraerla y tratar hacerla olvidar un poco de lo sucedido. Pero desgraciadamente, sería imposible eso. Sus esfuerzos de distracción fueron en vano, aunque por lo menos sabía algún que otro dato sobre su salvador. Se llamaba Rogelio y no llevaba mucho tiempo en la ciudad. Por lo tanto y sin dejar de lado su buena educación también se presentó, pero con un tono de voz apagado con un pequeño toque ronco. Sus ojos estaban completamente rojos por la consecuencia de no parar de lagrimear. Su mente se concentraba en su trabajo y en Laura. ¿Ahora cómo contactaría con ella para comentarla lo sucedido y avisarla de que no podría ir al trabajo? Seguramente que a estas alturas estaría hecha un manojo de nervios porque Aelia y la puntualidad iban de la mano. Sabía que ella podría encargarse de la floristería, pero no quería que ae preocupara de más. La mujer soltó un suspiro nervioso mientras que avanzaba hacia el interior del hospital.

En cuanto entró, Rogelio llamó la atención del primer médico que pudo ver en la recepción. Era un chico de cabello castaño con un extraño maquillaje calavérico, como si ese mismo día fuera Halloween. El joven tras ser informado de lo sucedido y de las heridas que presentaba, fue a por una silla de ruedas con rapidez para pedirla amablemente que se sentara.

—Bien, señorita. Vamos a ir a una sala más privada para poder atenderla con total tranquilidad. ¿Está bien? —Habló suavemente el doctor para no alterar más a Aelia. Notó al llegar el estado emocional en el que se encontraba. Respiración alterada, ojos cristalinos, párpados y mejillas rojizos... —Tengo que pedirle que se quede fuera por el momento, Rogelio.

—Está bien, está bien. Pero avíseme cuando acabe, ¿eh? —La castaña alzó la mirada para ver de manera discreta a su ayudante. La parecía muy bonito que un civil cualquiera se preocupara por una simple desconocida. —Por cierto. ¿Mi primo cómo está? —Preguntó caminando detrás suya mientras que el médico empujaba la silla de ruedas hacia la puerta de las salas de consulta.

—Le están dando el alta. No debería de tardar mucho más.

El castaño dejó a Aelia sola en una habitación blanca, de esas típicas de consultas con tu médico familiar. Había una camilla negra tapada con papel desechable de grandes dimensiones, un escritorio caoba con carpetas apiladas en una esquina, instrumentos varios y un ordenador. Miraba todo con atención guardando todo detalle del lugar en un rinconcito de su cabeza. Odiaba los hospitales. La hacían sentir muy nerviosa. Ese habitual color blanco de las paredes, ese olor a pura medicina era algo que oprimía su pecho y por consecuencia, la agobiaba.

Después de unos minutos de silencio sepulcral, regresó el doctor con un gran botiquín médico. Tiene que tumbarse en la camilla para poder realizarla las curas. Dijo y un segundo después, la ayudó para que pudiera levantarse. D'Argyll no estaba inutilizada por completo por una rotura o algo por el estilo, pero seguía en un estado de nervios extremo y eso la hacía temblar cual perrito bajo la lluvia. La podré un sedante. Estará más tranquila con él, ¿vale? Volvió a hablar. Al escuchar sus tranquilas palabras, Aelia reaccionó alterada reincorporándose de la camilla, aunque no levantándose de ella.

—¡No, no y no! ¡Agujas no, por favor! —Exclamó aterrada clavando la mirada en la jeringuilla que ya estaba siendo sostenida por el contrario.

—Bien. Agujas no. —Bajó su "arma letal" y la dejó sobre el escritorio junto al frasquito con un líquido transparente, es decir, el mismísimo sedante. —Necesitaré que se relaje entonces.

—Sí, sí. Yo me relajo, pero tú no acercas la aguja. Trabajo en equipo. ¿No?

—En efecto, señorita. —Rió levemente y la mujer volvió a recostarse.

Flowers || Jack ConwayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora