Cap. 1

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A veces hay que aceptar que no todo nos saldrá como quisiéramos. Tom ya lo había aceptado. Desde niño supo que su destino sería ser menospreciado, humillado y, muchas ocasiones, insultado hasta el punto de no aguantar más. Dado a su patética existencia, lo único que le quedaba era fantasear, soñar despierto.

 Escribía siempre en su diario, único cómplice de sus travesuras secretas. Aparte de su mejor amigo, Harrison. Siempre fue del tipo de personas que odian llamar la atención, prefería ir de incógnito por la vida. Mientras menos lo conocieran, mejor.

Tenía un trabajo estable, una cachorra a la que amaba y vivía en un pequeño y a la vez desastroso departamento en la ciudad de Nueva York, a la cual se había mudado a los 24 años. Ahora, a sus 33, se hallaba más solo que un chihuahua sin dueño. Y no, el amor no había llegado a su vida, como él lo pensó alguna vez. Cuando era adolescente, pensaba que su "príncipe azul" llegaría a rescatarlo como en las películas de Disney, cual si fuera damisela en apuros. Obviamente, al no poseer un físico mínimamente aceptable siquiera, podía decir incluso que era mas virgen que el aceite de oliva.

 Su consuelo eran las novelas de amor, que reforzaban sus fantasías y lo mantenían prácticamente en las nubes por horas y horas. Harrison, su amigo de toda la vida, solía bromear diciendo que le hacía falta un buen revolcón. Era tan tímido y reservado que nadie notaba su presencia, excepto cuando entraba o salía del edificio y saludaba a todos en general para ir velozmente a su escritorio.

Una vez allí, se sentaba a escribir tan concentrado que nada ni nadie lo podía desconcentrar. Mejor dicho, casi nadie. Su jefe pasaba de vez en cuando por su escritorio y le daba una rápida mirada de reojo. Cuando este se marchaba, Tom se permitía contemplarlo con disimulo y relamía sus labios.

 "Algunas personas tienen tanta suerte", pensó con decepción y cierto hervor en la sangre al ver a su jefe hablando o, según el, coqueteando, con el secretario. Tom siempre sintió envidia de las personas que parecen modelos de revista y era extremadamente duro consigo mismo. Cada día, al levantarse, lo primero que hacía era mirarse en el espejo haciendo muecas de disgusto y preguntándose cosas como: "¿los granos en mi cara tuvieron sexo y se multiplicaron?", "¿por que no pude ser guapo?", "¿que tengo que hacer para ya no avergonzarme de todo esto?"

Todos los días era lo mismo. Día y noche se autocriticaba. Todos sus intentos por bajar de peso o conseguir un aspecto favorable parecían ser en vano, ya que los granos volvían a multiplicarse y recuperaba el peso perdido. Había hecho dibujos incluso sobre cómo se vería si fuera delgado y atractivo.

 Se lo imaginaba tan real que lo único que le faltaba para llevarlo a cabo era un empujón para salir de su zona de confort. En palabras de Tom, un hada madrina. Pero no existían las hadas madrinas ni los príncipes azules y mucho menos el amor era como lo pintaban en las películas y novelas clichés. Y eso era algo que Tom debía aprender.

 Está bien tener sueños y luchar por ellos. Está bien soñar despierto. Pero no está bien que te alejen de la realidad, que te despeguen los pies de la tierra.

Tampoco está bien querer cambiar por complacer a los demás o para demostrarles que se equivocan acerca de la percepción que les damos. Si queremos cambiar, tiene que ser por y para nosotros.

Diario de un chico feo (Gyllenholland)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora