CAPÍTULO III: HERMANAS

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—Tenemos tres días para que el gobierno venga por nosotras —digo, en dirección a Afrodita, mientras me siento en un pedazo de tronco que hace la función de silla.

Son cosas que quedan del viejo mundo.

El tronco de un árbol que una vez fue vida. Hoy es antigüedad. Se conserva tanto como la madera de nuestra casa. Tan irónico. El árbol después de su extracción del suelo sigue sirviendo como recurso, mientras nosotros una vez muertos solo somos abono de una tierra que se rehúsa a dar frutos.

—Mamá está en su trabajo, ¿verdad? —pregunta mi hermana, a la vez que deja sobre nuestra mesa de plástico un tazón que contiene lo último que queda en proteína. Dos pescados que son lo suficientemente grande para llenar nuestro estómago.

El gobierno cada mes deja un kit de comida en la puerta de cada hogar. El alimento suficiente para subsistir, porque no nos quieren débiles ni tampoco fuertes. Solo nos desean estables. Somos como su cosecha. Una de la cual pronto recogerán sus frutos.

Y yo estoy dentro de esa canasta.

Lista para ser consumida.

—Sí. —Arrastro el tazón hacia mí y cojo el pescado para ubicarlo sobre la lámina de metal cuadrada que tengo como plato.

Afrodita se sienta frente a mí.

—Andrómeda —suelta, mi nombre en voz baja que dudo por un instante si ella lo ha articulado.

—Dime. —Empiezo a separar la carne ahumada de las espinas.

—Andrómeda, tengo miedo. —Alzo mi mirada, pero su atención se va al tazón.

Lo arrastra hacia ella y saca el pescado que deja caer sobre su lámina. Tiene excelente puntería. Su habilidad es en casi cualquier movimiento que se requiera de un lanzamiento con su mano.

—¿Miedo? —inquiero.

—Sí. —Ahora nuestras miradas se encuentran—. Miedo —enfatiza.

Y veo ese sentimiento expuesto en su rostro.

O eso creo.

En realidad, no soy tan ágil en descifrar emociones a través del lenguaje no verbal, pero mi hermana sí. Algo de lo cual se ha instruido por medio de los libros desgatados que se encuentran ocultos debajo de su cama y de los cuales pertenecían a papá como buscador. Así se llaman a los humanos que se dedican a recolectar y comerciar con objetos del viejo mundo.

La muerte le llegó temprano.

Dejó de existir cuando mamá tenía meses de embarazo. Él sufrió un accidente en su "segunda ocupación", pero es la más importante y obligatoria para todos los hombres; la cual representa parte de nuestra existencia. Aquella en donde los varones a partir de los quince años deben participar en las excavaciones profundas para la extracción de agua subterránea.

Al menos, es lo que dice mamá.

Mamá es nuestra única conexión con el exterior. Es nuestra informante. Siento que cada día donde su cuerpo pone un pie fuera de esta casa es una experiencia para ella y una historia que contarnos como relato de medianoche para antes de dormir.

—¿Por qué? ¿Cómo? Si toda nuestra vida hemos sido preparadas por mamá para el debut. —Mi cuello se tensa y frunzo el ceño.

Ella deja a un lado su plato con desinterés y ubica sus codos sobre la mesa para apoyar su barbilla sobre las palmas de sus manos.

—Olvídalo —suelta.

Me frustra.

A veces esos cambios de humor hacen que deteste pasar todo un día encerrada solo con ella. Debo recordar que solo faltan tres para que nos separen. Ella pertenecerá a una familia del gobierno, yo a otra.

—¡Bien! —Entorno mis ojos.

Empiezo a comer, esquivando cualquier contacto visual con su presencia. No sé por qué no lo entiende. El debut es nuestra oportunidad para prolongar más el rango de vida de mamá con una existencia menos precaria.

Aunque debo confesar que por dentro soy una cobarde. Todavía no tengo el valor de abrir el sobre desde ayer. No sé de su contenido y tampoco me atrevo a preguntarle a Afrodita qué contiene el suyo.

—¡Abran!

Me sobresalto.

Sacudo mi cabeza.

Hoy su arribo es más temprano. Todavía la oscuridad no nos ha consumido por completo, pero el color tenue de la caída del sol que se filtra por los orificios de la madera cuenta como luz.

Mamá debe esperar a que Afrodita o yo quite el seguro a la puerta ya que esta no se abre desde afuera por nuestra propia seguridad.

—Ve, Afrodita —comento, levantándome y ella lo hace por igual.

Recojo las láminas como el tazón para dirigirme a la pequeña esquina que tenemos por cocina. La cual cuenta con un estante hecho de restos de metal, un horno de leña y una pequeña tina en el suelo que tenemos como lavaplatos en la cual reutilizamos la poca agua con la cual contamos.

Escucho a Afrodita retirar el seguro.

Esta vez le toca a ella y en la próxima salida de mamá a mí. Aunque dudo que exista otro parto en estos siguientes tres días que nos queda de estar aquí en este encierro al cual llamamos hogar.

—Mamá, ¿qué cargas entre tus brazos? —pregunta Afrodita.

Volteo para ver a qué se refiere con esa pregunta.

Y veo a mamá ingresar de inmediato, protegiendo lo que carga y que mantiene cubierto con una manta de lana roja que es difícil de obtener en estos días.

—Bloquea la puerta, ¡ya! —dice, angustiada.

Afrodita la obedece.

Dejo todo en la tina y me apresuro a ir con mamá. Ella se acerca a la mesa y, antes de que pueda depositar el objeto que carga, escucho un quejido suave proveniente de aquello; el cual no reconozco.

—Mamá, ¿qué es? —susurro.

Ella descubre la manta.

—Un bebé —dice.


Debutante ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora