Gritos, una muchedumbre eufórica, el calor, la arena, dos cuerpos (prácticamente desnudos) de aquí para allá, bufando y golpeándose. Bocas de león con dientes largos, uñas de águila y miradas feroces que desgarraban como el sol a las doce en punto. Ambos, Rubén y Saulo, eran en realidad amigos: muy pocos valientes se atrevían a entrar en la arena, y menos aún a pelear contra alguien desconocido. Rubén —el sacerdote— y Saulo de Tarso eran las caras de una misma moneda. No se habían conocido hacía demasiados años, pero el tiempo había tejido entre ellos un vínculo de oro, una melodía afinada que hacía que todo aquello que les rodeaba bailara a su son.
Rubén y Saulo podrían haberse comido el mundo; sin embargo, jamás quisieron lo mismo. En el fondo, Rubén sabía que la luz en Saulo era mucho más brillante que la oscuridad, así que intentaba apagarla con todas sus fuerzas, soplar la llama roja y matarla, poder respirar tranquilo cuando el humo grisáceo subiera bailando hasta el cielo. Pero aquella era una tarea complicada, por lo que solo en momentos como ese, en las peleas de ocio sobre la arena, fantaseaba con que el corazón de Saulo se desteñía y él tomaba el control.
Aunque Saulo era más corpulento, Rubén tenía la precisión y la ira que le faltaban al bondadoso comerciante. Esa furia, nacida de un corazón lleno de tinieblas, era muy necesaria para ganar. Aquella tarde el sacerdote le agarró la pierna, le dobló la rodilla de un golpe brusco y le hizo caer de bruces contra el suelo. Rubén se subió a horcajadas sobre su amigo.
«Cuenta hasta cuatro —se recordó a sí mismo—. Cuatro, y vencerás».
—¡Uno! —Encima de su cuerpo, rodillas apretando las caderas ajenas contra la arena, Rubén tenía la certeza de que Saulo no se escaparía jamás—. ¡Dos! —Era uno de sus mayores temores, y de esa forma se aseguraba de que no se iría colgado de una cara atractiva, de unos ojos bonitos o de una promesa de dinero. Así, se aseguraba de que permanecería a su lado, bajo su yugo y protección. Saulo era su amigo: no podía no estarcon él—¡Tres...! —Una promesa sin palabras, una lealtad que traspasaba lo común, una fidelidad que solo tenía como semejante la ley del mismísimo Dios—. ¡Cuatro!
Una vez más, Rubén había ganado. Una vez más, Saulo estaba en sus manos. Ambos se levantaron de la arena, manchados y con la piel levemente anaranjada. Aunque una sonrisa de triunfo atravesaba el rostro de Rubén, los espectadores le abucheaban. «Idiotas —pensaba él—, solo son idiotas.»
Los fariseos como Saulo siempre eran los preferidos de la audiencia, ¿cómo no iba a ser así? Sus promesas de vida eterna y salvación del alma calentaban la boca de todos los hambrientos de Jerusalén. Farsantes.
—Nunca serás tan fuerte como yo —susurró Rubén, ignorando los abucheos.
Saulo tenía el ceño fruncido.
—Ni tampoco tan viejo.
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Redención
Narrativa StoricaPara comprender a Pablo de Tarso y caracterizarle como Hombre en vez de como Ser Divino, debemos explicar algo más desconocido y oscuro, algo que inundó su corazón de pecado y le hizo, con toda certeza, el acero más ardiente sobre la fe de los prime...