Capítulo 2━ De fariseos y saduceos

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—¿Cuándo fue la primera vez que peleamos? —preguntó el sacerdote cubierto de agua sucia. Los baños de la parte trasera del templo estaban reservados para los luchadores; eran pequeños, cálidos, oscuros y cubiertos de una bruma que se asemejaba a la arena revuelta del desierto.

—Cuando llegué a Jerusalén procedente de Tarso. Hace mucho.

Un par de sirvientes les traían jarros de agua templada. Ni Rubén ni Saulo eran capaces de distinguirles las caras, pues se dirigían a ellos con la cabeza torcida, agachada, como si sus cuellos fuesen ramas partidas. Sabían cuál era su posición. Al comerciante aquella sumisión le resultaba indiferente: en cambio, Rubén disfrutaba de ella.

—¿Y cuántas veces me has ganado, Saulo?

Una pequeña sonrisa se pintó en los labios ajenos.

—Muchas.

—¡Embustero! —Rubén estalló en una carcajada—. Eres un mal perdedor.

Sin mucha fuerza, le salpicó un poco del agua que inundaba (hasta las rodillas) sus piernas. Saulo dio un paso hacia la derecha para escapar de él, colocándose involuntariamente bajo la luz que entraba a través del único ventanuco. Rubén, en su oscuridad, pensó que así —media sonrisita, iluminado, brillante por las gotas de agua sobre los hombros curtidos—, Saulo se asemejaba a los ángeles farisaicos sobre los que tanto le gustaba hablar.

—Mi fuerza es mi tenacidad. —Se defendió el comerciante—. No la brutalidad. Una vez veo la meta nunca me rindo.

—Admirable... —Contestó el contrario—. Estúpido, pero admirable.

Aquello solía ser así. Saulo era el de las ideas optimistas, vivaces y grandes. Rubén era un judío saduceo, un hombre pragmático que había encomendado su espíritu a la realidad, no a las fantasías. Procuraba que su vida estuviera en orden y no se rigiera por principios demasiado honorables para ser factibles. Rubén desconfiaba de la supuesta vida después de la muerte, de los hombres de carne y hueso que se proclamaban profetas y mesías. Pero, sobre todo, Rubén no creía en la salvación del alma, pues no había alma que salvar: solo existía el cuerpo y la tierra que pisaban. Era en esa tierra donde trataba de servir y aplicar la ley de Dios.

Saulo, que había sido educado en el seno de Gamaliel —el más grande de los fariseos—creía en todas las pantomimas que los saduceos despreciaban. Creía en la Torá oral, farsas llenas de fantasía que, en algún momento de la historia, algún viejo loco se inventó. Rubén odiaba verle otorgar a esos cuentos la misma legitimidad que a los textos sagrados. Quizá era aquello lo que, a veces, le hacía volver a la realidad y ver a Saulo como un potencial adversario. Rubén detestaba a todos los fariseos menos a su amigo, ¿no era eso una deshonra para su condición de sacerdote? ¿No era él un completo hipócrita?

—¿Por qué llevas esa espada romana? —En cuanto se vieron las caras (después de vestirse, salir de los baños húmedos y mezclarse entre el gentío), Rubén recuperó la insensibilidad que mejor le caracterizaba. La euforia de la victoria y del desahogo físico había desaparecido—. Es ridícula.

—Porque soy el capitán de la guardia del templo.

—¿Desde cuando?

—Desde hace unos días. Pensé que te lo había dicho.

—Eres un comerciante. Y un tejedor de tiendas. —Mientras esquivaban al pueblo, Rubén hablaba con un tono aburrido, como si estuviera explicándole a un niño inexperto cuál era su lugar—. ¿Por qué finges ser un guerrero?

Saulo sacudió la cabeza. Un par de gotas de agua colgaban de sus mechones de pelo negro, lo suficientemente largos para acariciar su frente, pero no para ocultar dos ojos azules, como luciérnagas hechas de cielo.

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