La vida.
A veces me gusta compararla con una comida agridulce. Por momentos te encuentras con el dulzor bailando en el paladar y sonríes ante esa mezcla tan agradable para tu boca, y luego, en un abrir y cerrar de ojos, sientes el sabor amargo corriendo por tus papilas. El plato cambia, la vida cambia. Todo parece no ser lo que hasta hace un momento era. Y yo, Sebastián, estaba probando el amargor de mi plato, de la agridulce vida.Tal vez muchos dirán que lo amargo no es nada negativo y que, incluso, es un sabor tan agradable como lo dulce. Y con razón, pero la vida es el plato más sofisticado que nos toca probar.
Y lo cierto es que mi plato estaba invadido por la amargura.He pasado diez de mis veinticinco años rozando lo agridulce. Antes mi vida sabía a caramelo pero, y como duele, tomé las decisiones equivocadas. Tan erróneas cómo cuando confundes el azúcar con la sal. Tan equívocas que me hicieron alejarme de todos aquellos que aportaban dulzor a mi vida y acercarme al sufrimiento y a la soledad.
Ay, si lo hubiese sabido antes...Lo lamento, aún no he contado exactamente cuál es mi situación. Desde hace diez años que consumo sustancias que generaron en mí una profunda adicción. Realmente profunda. Necesito de ellas. La dependencia rompió las barreras de lo que considero correcto y lo que no. Y hasta punto poco me importa. La gente no me entiende. No tiene idea. Empecé un día y no hubo forma de parar. Ninguna, ni aún remota, forma de frenar. Aunque... hablando con franqueza... la voluntad nunca fue algo destacable en mí. Lo cierto es que la adicción era mi amiga y me hacía bien.
Ustedes se preguntarán, pero Sebastián, ¿Y tu familia, y tus amigos o conocidos? ¿No intentaron ayudarte?. Claro que sí, insistieron hasta olvidarse que ellos existían. Mis padres lloraban cada noche imaginandome en una cama de hospital con tubos por todas partes. Se aterraban cuando aparecía por casa. En estos últimos meses, ya no podían mirarme a la cara. Ellos estuvieron siempre, pero yo nunca quise verlos. Para mí la droga era la única que me entendía. Yo la entendía a ella. Era algo mutuo.
Ya es madrugada. Mi amarga dosis me espera. Pienso un momento pero luego recuerdo todas las veces que pensé y al segundo consumí de nuevo y no le doy tiempo a mi cerebro de arrepentirse y tirar la droga por la ventana. No soy perseverante, mucho menos valiente. Y no quiero serlo. Está bien así.
Al final, me escondo entre las sábanas. El cansancio termina venciendome y el sueño se apodera de mí.
Abro los ojos. Recuerdo que tengo una cita y me preparo apresuradamente. Siento mi cuerpo temblar, un efecto colateral de la enfermedad que vivía en mí. Temblar sin motivos. O bueno, sin motivos comunes de esa sensación.
Me calzo y tomo las llaves para salir.
Y allí la sorpresa. La gente gritaba cuando me veía. En sus caras una expresión de susto y disgusto. No entendía que sucedía. Esos extraños me miraban como si fuese un fantasma o un asesino. De repente, uno me acerca un espejo. Y alli lo observo. Mis piernas ya no eran piernas humanas sino patas repletas de pelos los cuáles también se encontraban en mis brazos y mi cara. Mi peso estaba triplicado y en mis manos tenía feroces garras. No era un fantasma ni un asesino, pero lucía peor. Mucho peor. El espejo se hizo trizas ante mi sorpresa y mi alteración. No podía dar crédito a lo que estaba sucediendo. ¿Acaso alguien me había hecho algún embrujo?.
Los minutos pasaban y continuaba siendo el maldito centro de atención. Algunas personas se compadecian de mi desgracia e intentaban darme consuelo y ayuda. Amablemente, intentaba explicarles que no creía que pudieran solucionar la película de terror en la que me encontraba. Al oír estas palabras las personas se asustaron y callaron de golpe. No entendí esa repentina acción pero no tardaría en descubrirlo: cuando hablaba sólo lo hacía de un modo salvaje y violento. Al parecer no sólo era un monstruo en el exterior, sino también en el interior. Todo lo que teñia de amabilidad, mi voz lo expresaba con crueldad. Digno de una bestia.
Sentía dolor, miedo y vergüenza. Nadie podía ayudarme cuando justo en ese momento era lo que más deseaba. Nadie podía ayudarme porque al parecer yo no quería. Las personas estaban seguras de que yo no quería consuelo porque así se los hacía saber, pero lo cierto es que siempre lo hacía deseado, desde el momento en que salí a la calle y me vi así, tan distinto.Mi cuerpo nuevo (si se puede llamar a este espeluznante aspecto de oso peludo "cuerpo") respondía completamente por mí y me aterrorizaba la idea de terminar mis días siendo una bestia, un ser mostruoso que no podrá querer ni sentir jamás. Moría de miedo. Se los dije, yo no soy muy valiente.Abrí los ojos sobresaltado. Gotas de sudor frío caían sobre mi rostro.
Corri hacia dónde se encontraba el espejo y respiré aliviado. Mi cuerpo seguía siendo el mismo de siempre, pálido y delgado. Pese al alivio, mis piernas se quedaron inmóviles para que el espejo siguiera contemplando a esa pobre y descolorida criatura cuya vida tenía sabor amargo. Me observé durante un largo rato y comencé a llorar. El espejo me devolvía al monstruo que todos habían visto en mi sueño. Esa bestia que no acepta la ayuda de otro aunque sabe que, muy en el fondo, es todo lo que desea. Ese ser que parece cruel a simple vista, pero nadie conoce en verdad. Solitario, indiferente, distinto.
Sí, el espejo reflejaba un monstruo.
No era yo. No era Sebastián.
Era la bestia que vivía en mí, destruyendo mi vida. Volviendo el plato agridulce menos dulce, más amargo.
Y les miento si les digo que ese monstruo era igual que el de mi sueño.Era horrible pero no por su aspecto.
Ahora a ese monstruo lo podía ver sólo yo por lo que era. ¿O acaso los demás también lo hacían?. Sentía que estaba escondido muy dentro de mí.Era mi condena.Lo tengo que matar.
O al menos,
entrenarlo un poco.Lo cierto es que me volví un monstruo. Lo cierto es que ya me veo.
Me miro por última vez, imaginando. la remota probabilidad de modificar el sabor de mi rara vida. Para que sea,
cada vez más dulce.