La muchacha de luceros azules

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La ciudad amanecía pintada de un color grisáceo. Los autos caminaban como de costumbre. La gente también lo hacía.
En un camino paralelo, invisible quizás, se hallaba una figura triste y descolorida que miraba fijamente a sus bolsillos. Aún sabiendo que se encontraban vacíos. Aún sabiendo que nunca, desde hace diez años, hubo algo allí. Sus ojos, aún verdes,se perdían en el gris del paisaje. Los agujeros de lo que alguna vez fue ropa lo revelaban más frágil, más hambriento, más solo.
Comenzó a caminar, respirando el aire melancólico de los días nublados. El estómago del mendigo rugía, impaciente. A veces, se quedaba quieto rascando su sucia barbilla, cómo evaluando la mejor manera de conseguir su escaso menú matutino. Sobrevivir al día a día es una batalla constante entre la moral y los deseos que no pueden satisfacerse fácilmente. Y el mendigo, no era justamente un hombre fiel a la ética. Parecía haberla enterrado en un cajón, como lo había intentado con tantos otros recuerdos, pero errado en el intento. Aún guardaba en el bolsillo de su único y desgastado abrigo, algunas fichas y cartas de póker, su perdición. El juego jugó con él, y nadie pudo ayudarlo a ganar esa partida. Ni sus amigos. Ni sus sueños. Ni su bella hija de luceros azules. La vergüenza se apoderó de él, y le hizo creer que sería más dañina su presencia que su ausencia.
Y así cómo le quitó dinero, la adicción quizo llevarse consigo unos cuantos regalos más. De esos regalos que no van y vienen. Junto al juego, llegó el alcohol que destrozó uno de sus riñones. Pero, ¿que era un riñón menos comparado a todo lo que había perdido?.
Para el mendigo, aquel domingo no era nada fácil. Las casas de comida se encontraban cerradas, y sabía que debería hacerlo. Todos los días de la semana se despertaba, entre pesadillas, intentando ser mejor persona. ¿Para qué?, se preguntaba, si justo un día después del viernes su estómago reclamaba y decidía robar en las esquinas para seguir viviendo.
Sin embargo, algo le dijo que esa sería la última vez que lo haría. Y lo cierto es que lo deseaba más que nunca. Sabía que la voluntad no era un cualidad destacable en él. Su adicción se lo había demostrado tantas veces.
Siguió deambulando por las calles con la esperanza de toparse a un alma generosa que no se resistiera a su urgente pedido de dinero. Llevaba consigo un viejo cuchillo. Sólo intimidación, nunca podría herir a nadie. Se había vuelto un mendigo, un ladrón, pero nunca un asesino.
Una pareja comenzó a acercarse por el lado izquierdo. El joven vestía un tapado de cuero, mientras que la muchacha llevaba un vestido largo y un sombrero que cubría en gran medida su rostro.A simple vista, el mendigo pudo notar que justamente el dinero no parecía ser un bien escaso en ellos. Era su momento. Sacó el viejo y desafilado cuchillo de su abrigo y amenazó a la pareja. Los jóvenes se sobresaltaron y rápidamente el muchacho comenzó a buscar algo en sus bolsillos. El mendigo jamás imaginó que conseguir comida hoy resultaría ser un trámite tan sencillo. Sin embargo, lo que escondía el muchacho en sus bolsillos no eran billetes, era una pistola que sostuvo con determinación y apuntó hacía el mendigo. La situación se había vuelto tensa y violenta. El joven parecía dispuesto a disparar cuando su novia se interpuso entre él y el mendigo para evitar una desgracia.
Pero al parecer, una tragedia evitada puede ser la antesala de otra tragedia. Entre forcejeos, el gatillo apuntó a la muchacha que cayó al suelo, blanco del inesperado disparo.
El mendigo se acercó a ella y le quitó el sombrero. La bala había llegado a su estómago, que no se veía nada bien. La joven había creado un río en sus ojos azules. Se veía inconsciente. De pronto, los recuerdos comenzaron a abrumar al hombre. Una imagen tras otra, mientras seguía observando ese rostro, mientras recuperaba el tiempo perdido. Mientras el destino le colocaba frente a sí a la búsqueda de todos sus días. Miraba a la joven transformando otro río en sus verdes ojos. Al fin, dos luceros se volvían a encontrar.

Dos días más tarde...

En la cama de hospital, la joven muchacha de bellos ojos color mar miraba el nombre de su donante. La operación había sido un éxito, la bala ya no estaba y en su lugar yacía ahora un nuevo riñón. Sin embargo, ella no reflejaba alegría. Su rostro estaba bañado de lágrimas. Lágrimas de recuerdo. Lágrimas de dolor.
Desde la puerta, una enfermera se acercó a su cama y le entregó un papel doblado. La muchacha se secó las lágrimas y leyó:

"Hoy el mendigo muere héroe, pues salvó a su pequeña de luceros azules".

Los cuentos del girasol ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora