Tuvo tanto miedo de mirarse al espejo que lo rompió allí, justo allí.
No comprendía como esa bestia podía ser también un reflejo. ¿Acaso los monstruos nacen cuando los vemos a través del cristal?. Lo cierto es que, aún con el vidrio roto, la inseguridad y el temor seguían ahí, como invitando a dañar un poco más.Ya no queria verse. Y para verse a veces no hacen falta espejos. Porque la imagen de uno mismo puede construirse en la mente y...no hay peor cámara y peor cristal que lo que pensamos. O capturas buenas fotos o hieres tu puño librando una guerra. Y ella, ella estaba luchando su propia batalla.
Una batalla que se hacía llamar anorexia y que estaba acabando poco a poco con su vida."gorda", "fea", "¿Te vas a comer todo eso"?, "Vaca", "Estás comiendo demasiado". Cada palabra fue una bala. Un puñal. Se miraba al espejo y sentía los casquillos clavar su pálida piel y atravesarla por dentro. Ya no lloraba. Había olvidado exteriorizar lo que sentía. Estaba vacía. Como su estómago cada noche al ir a dormir.
Como sus ojos, que ya no veían. O veían, pero no de la mejor manera. No de la manera en la que los demás lo hacían.Comer era para ella como una condena. Un plato en la mesa, el juicio. Sabía que era culpable de sus actos, de su voracidad al probar vocado, de su desinterés en las etiquetas de los productos, de su insuficiente actividad física...era culpable. Y cuando te condenas a tí mismo, ningún juicio es esperanza. Ningún plato de comida es digerible. Ella saboreaba su délito y luego vomitaba su condena. Y así, pasaban los días. Con juicios que terminaban en un inodoro, mezclados con laxantes y arcadas. Mezclados con miedo y depresión.
Su madre lloraba en silencio. Acercarse a su hija era cómo acariciar a un dragón que lanza fuego. Todo quedaba en llamas. Ardía. Era puro dolor. La veía e intentaba no morirse por dentro. Tenía que ser fuerte. Le cocinaba lo que más le gustaba pero por la madrugada era capaz de percibir el hedor a vómito que emanaba del baño. Y su hija, agachada en la moderna letrina, con los ojos rojos y las manos temblando.
Y la abrazaba, porque le habían dicho que aunque no entendiera, su pequeña estaba allí y la necesitaba.
Sin padre, sin hermano. Sólo ella y su niña. Sólo ellas y una enfermedad que había destrozado mucho más que un espejo.Y al otro día despertaba el monstruo con ganas de acabar. Con lágrimas y con pastillas. Lanzando gritos que su madre llegaba a oír. Ésta se dirigia corriendo hasta el lugar de los hechos, en camisón, con el corazón agazapado. Y la veía a su hija, temblando y gritando que ya no podía, que se odiaba mucho.
Y volvía a abrazarla, sin entender nada. Y las noches eran las mismas. Y los reflejos eran oscuros. Y la niña seguía vomitando juicios. La eterna condena seguía allí, mirándola.Y, luego,la gente que no se daba cuenta de nada. Así es la gente. El veneno de lo que se dice, hace efecto lentamente. Deja rastros caros. Deja heridas graves. Pero la gente no se da cuenta. La gente es tonta. Ella les hizo caso. Recibió cada bala.Su mamá le habia enseñado a oír bien. A recibir consejos con los brazos abiertos. Pero no, porque la gente lanza a veces lo que no quiere recibir. O recibe lo que no merece. Y ella, se dejó arrastrar por las " buenas intenciones". Y ahora allí estaba, con ganas de no oír, con ganas de no ver. Con una madre que ya no dormía. Con un cuerpo que ya no respondía. Pero la gente no se da cuenta. La tratan de exagerada. De actriz. No la oyen, no la ayudan. Lanzar flechas es una tarea más sencilla.
Y desde la ventana, se observa como condenan a otros niños con sus "consejos". Y se oye otro espejo hacerse trizas en el suelo. Y se escucha otro grito desde aquel balcón. Y se siente otro llanto. Y todo sigue, el veneno perdura, mientras la gente sigue sin darse cuenta.