Capítulo 2

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El timbre lo único que provocó fue el ladrido de un perro a lo lejos. «No, no lo haré. No voy a escalar la enredadera hasta la habitación de mamá», me dije. «Ya hice demasiado el ridículo por hoy. Aunque el edificio solo tiene dos pisos, una caída no puede ser tan mala. Lo hice muchas veces en el pasado; no, no lo haré.

  »Aunque... nunca fui buena para esperar. Ya me mande una cagada, qué le va a hacer una mancha más al leopardo.»

  Cinché la enredadera con fuerza y busqué las tablas que la mantenían sujeta a la pared, se veían bien, aunque se lamentaron un poco. Son solo cincuenta kilos, no pasa nada. Pero en cuanto puse un pie en la primera rendija:

  —¿Disculpe?

  Esa voz se me hacía muy familiar, y en ese tono justamente. Mezcla de reto y dulzura, que siempre trataba de disimular.

  —Antonio —saludé.

  —¿Qué tratabas de hacer? —preguntó estirando los brazos.

  —Yo nada —contesté haciéndome la tonta y acercándome a él para estrujarlo en un abrazo. Era como abrazar a santa. Esa enorme barriga y barba blanca lo hacían en el imitador número uno en fiestas navideñas. Aunque ahora con ese gorro de paja y las botas llenas de barro se parecía más a un enano de jardín con esteroides.

  —¿Qué hace mi pequeña niña jugando con las enredaderas? ¿No pensaras escalar, verdad?

  —¿Yo? Nunca. Jamás haría algo ni parecido con tus hermosas enredaderas. Las rosas este año se ven hermosas —dije tratando de cambiar de tema.

  —Sí, si —dijo guiñando un ojo—. No trates de mentirle al jardinero, las plantas hablan, y lo sabes muy bien.

  —Sí, lo sé. ¿Acaso, te contaron que había llegado?

  —No, esos fueron los perros que empiezan a ladrar cada vez que escuchan el timbre.

  —Mi pequeña está muy delgada ¿Cuándo fue la última vez que comiste un buen estofado?

  —Si no me equivoco, no como un buen estofado, desde la última vez que estuve en la cocina de este edificio. Estaba tan bueno que repetí dos veces, no recuerdo quién fue el cocinero ese día. Tal vez fue Charles.

  Antonio enarcó las cejas haciendo el ofendido.

  —Qué más quisiera Charles. Duerme con una libreta al lado de la cama, creo que aún tiene la esperanza de que mientras hablo dormido logre sacarme la receta.

  Ambos reímos.

  —Pobre, Charles —me compadecí.

  Es un buen cocinero pero el estofado de Antonio es un regalo de los dioses. Por más que lo ha intentado nunca llegó a descubrir su secreto. Pensé que en todos estos años ya se había dado por vencido pero creo que, como dicen, la esperanza nunca muere.

  Antonio me tomó por el brazo como si fuésemos dos ancianas que se encontraban luego de mucho tiempo.

  —Qué bueno que volviste mi niña —. Me apretujó a su lado mientras abría la puerta— ¿Cuánto tiempo te quedarás con nosotros?

  —No lo sé —contesté pero yo ya no estaba ahí.

  Escuchaba como a lo lejos me hablaba de las rosas, de que estaba por terminar la poda de los arboles, y de cómo odiaba a los perros que le arruinaban todo su trabajo defecando por todos lados, haciendo hoyos hasta debajo de las tunas. Sus amadas tunas.

  Pero la realidad a mi alrededor se difuminaba para arrastrarme a un tiempo donde, escuchó un concierto de piano bajar las escaleras hasta mi encuentro. Vuelvo a tener seis años y mi madre me aprieta con fuerza la mano.

  —Este es nuestro nuevo hogar, Clara —me susurra.

  La madera revestía de arriba abajo aquel edificio, de comienzos del siglo XIX, que rechinaba bajo mis pies al más mínimo movimiento de estos. Para una niña de esa edad era como estar en un castillo encantado, tanto así, que creía ver a una dama de blanco caminar por los pasillos cuando, de noche, me levantaba por un vaso de agua. Recuerdo escuchar a un Antonio, un poco más joven, contarme que esta fue la primera edificación en la propiedad. Aquí había vivido un inmigrante inglés, con su familia, de cosechar la tierra. Al parecer fueron muy felices, el matrimonio con sus cinco hijos pero la adicción, del patriarca de la familia, por el juego lo hundieron en deudas, hasta que fueron echado de la propiedad por los acreedores. También cuentan que la esposa ante el inminente desalojo en pleno enero, y no contando con una buena salud, decidió ahorcarse de una de las vigas del techo de la cocina. No se sabe que paso con el resto de aquella familia, solo que al poco tiempo llegaron los Creig a la propiedad y edificaron la nueva mansión, dejando esta casa para el personal de servicio.

  Antonio cuenta la historia mucho mejor que yo. Es un gran intérprete, y lo sabe. Díganme si con todo esto ustedes no empezarían a ver figuras espectrales por todos lados. Amo esta casa, siempre tuve el sueño de que fuera mía. Sí, soy una persona rara, en lugar de desear la gran y ostentosa mansión al frente quiero la destartala casa de servicio. Pero es mi hogar, y lo quiero con todos sus fantasmas.

  —¿Y, mamá? —pregunté para traerme de vuelta a la realidad.

  —En la mansión, es la hora del almuerzo —contestó como obviando la respuesta mientras se quitaba las botas y las dejaba al lado de la puerta—. Qué tal si me ayudas a poner la mesa.

  —Claro que sí.

  —Genial, ve a arriba a dejar tus cosas y te espero en la cocina. Voy a ir calentando el estofado, ya están por llegar. ¿Recuerdas el camino?

  —Claro que si —contesté riendo—. Si me fui ayer.

  Antonio me miró con ojos de nostalgia. Yo no era la única que añoraba otros tiempos.

  —Ya que subes ¿puedes fijarte cómo esta, Liliana?

  —Sí, claro —dije dándolo por hecho pero tuve que volver sobre mis pasos a preguntar:

  —¿Quién es Liliana?

  —Cierto, tú no la conoces. Es una de las nuevas empleadas de servicio, hoy tu madre no dejó que fuera a trabajar porque se levantó con fiebre. Está en el cuarto al final del pasillo.

  —Ah, bien. Iré a verla.

  —No demores.

  No podía prometer nada, nunca había imaginado que el regreso a este lugar me movilizaría tanto por dentro. Y más al recordar mi partida.

  Todos los escalones me dieron la bienvenida, excepto el último. Presumí que había sido reemplazado cuando yo no estaba. No todo podía ser perfecto.

  —La primera puerta a la derecha —me dije, y sin darme cuenta estaba sonriendo.

  Tanteé la puerta, estaba cerraba. Era raro que así estuviera pero a veces pasaba. Busqué en el bolsillo del costado de la mochila la llave.

  —Bien, aquí vamos —dije y al dar vuelta la llave escuche movimiento detrás de la puerta. Me detuve.

  «Es solo la vieja madera», me dije y empuje la puerta con tanta fuerza que el golpe retumbó en toda la habitación.

  —Hola, Clara.

Un amor imposibleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora