Capítulo 3

49 11 0
                                    


  —Hola, Sr Creig—contesté y no supe que más hacer o decir.

  —Te esperábamos mañana —dijo tratándole de dar normalidad a una situación que carecía por completo de ella. Empezando por el hecho de que rara vez me dirigió la palabra en los años que viví al fondo de su casa —¿Qué tal el viaje?

  «¿Qué trata de hacer? Está sentado en el marco de la ventana del cuarto de mi madre, acaso ¿pensaba escapar por la enredadera? No se lo recomiendo, no creo que este en edad de hacer esas cosas. Aunque analizando la situación, tal vez ya lo haya hecho varias veces.»

  —Bien, fue un vuelo tranquilo por suerte. Quise darle una sorpresa a mamá llegando un día antes.

  —Ya veo —dijo lamentando que la sorpresa se la hubiera llevado él.

  Dejé mi mochila a un lado, lo miré esperando una repuesta que no quería escuchar porque ya la sabía. O eso pensaba. Él levantó los hombros y del bolsillo de su pantalón sacó una cigarrera de plata con esa naturalidad que tienen las personas que se creen superiores a los demás, las que están cómodas hasta en estas situaciones.

  —Perdón. Creo que será mejor que me vaya.

  —¿Por dónde? —pregunté y al escucharme algo se retorció en mí.

  —¿Disculpe?

  —Nada —contesté. Si él se hacía el tonto yo también podía hacerlo—. No se apure, también me voy, solo vine a dejar la mochila. Sofía esta con fiebre, voy a ver cómo sigue.

  «Qué mierda», me dije mientras salía de la habitación. Y eso que no soy de putear por el mero hecho de hacerlo. Esperaba no volver a cruzarme con él en el tiempo que decidiera quedarme. Solo podía preguntarme en qué estaba pesando mi madre. Mis pies me llevaron al cuarto de Sofí, que en realidad no se llamaba Sofí. Mi capacidad de retener información decaía a la vez que mi imaginación aumentaba. Si algo me llama la atención descarto por completo todo aquello que haya ingresado en mi cerebro horas previas al hecho en cuestión. No se imaginan las discusiones que he tenido con mi madre por esta causa. ¿Saben a lo qué me refiero?

  Un día vas caminando por la calle, y ahí está, El Hecho. Puede ser un viaje espacial publicitado en la televisión o una persona que viaja en una moto llevando una llanta como cinturón, no importa. Ya estoy perdiendo horas y horas en entender la situación que llevó a esa persona a crear una nave espacial o a transportar una llanta, en una moto, como cinturón.

  «Y ahora esto», pensé volviendo a la escena que había vivido hacia dos minutos. Me paré en mitad del pasillo, ya me había olvidado hacia dónde iba pero al ver la puerta lo recordé. «La que no se llama Olivia.»

    —Mamá, tenemos que hablar —me dije.

    Y al fin golpeé la puerta al final del pasillo y una voz quebrada me invitó a pasar.

    —Hola —dije, pausa incomoda—. Soy la hija de Isabel.

    Olivia me miraba desde su cama asintiendo con la cabeza. Pañuelos usados caían desde la cama y desbordaban la papelera al lado de la cama. Cerré la puerta detrás de mí.

  —Lo sé, eres igual a ella —dijo al fin—. Perdón por cómo me veo —siguió mirando a su alrededor avergonzada—, hoy casi no me puedo levantar. Sí no fuera por su madre, que me ayudo a darme un baño de agua tibia para bajar la temperatura, el doctor estaría aquí. No me simpatiza demasiado; el doctor.

  —A quién sí —dije y se río mientras se sonaba la nariz sonoramente.

  Esa había sido la primera habitación que nos asignaron al llegar a la mansión. Dos camas, una mesa de luz al lado de cada una y una pequeña ventana en la que solo una vez al día ingresaba el sol de lleno. Me senté en la cama —yo siempre tan confianzuda— y como si fuéramos amigas de toda la vida le tomé una mano, sospechosamente pegajosa, y le dije:

  —Tú no te preocupes por nada. Descansa tranquila, en unos minutos te traigo un buen plato de estofado y en cuanto al trabajo, no pasa nada, yo te remplazo.

  —No, no. Cómo se le ocurre, mañana ya estoy lista para trabajar.

  —Cómo se te ocurre a ti tratarme de usted, solo te llevo unos años. Y lo de trabajar, nada. Creo que aún tenés un poco de fiebre. No va a ser la primera vez que lo haga, es normal que el personal se enferme en el cambio de estación. Cuando era niña a veces tenían que traer personal de afuera pero cuando llegue a la adolescencia yo me hice cargo para ganar algo extra. No te voy a decir que soy la séptima maravilla en el oficio, pero me defiendo bien.

  No se la veía muy convencida, no quería ni pensar lo que le habían dicho en mi ausencia. Giraba el rollo de papel higiénico que tenía en las manos como jugando.

  —La verdad es que no quiero que su madre se enoje.

  —¿Mamá, enojarse? Por favor, si le encanta darme ordenes.

  En ese momento me di cuenta que mi querida Olivia no era muy adepta a los chistes; perdón Liliana. Parecía que realmente le tenía miedo o buscaba la aprobación de mi madre.

  —Ahora, en serio no pasa nada. Mamá no va a pensar que eres poco profesional porque te quedes en la cama recuperándote uno o dos días más. Además, creo recordar que me dijo que se espera una gran fiesta en estas semanas. ¿No es así?

  —Sí, en una semana. Serán como doscientos invitados.

  —¿Doscientos? Por Dios, esta familia no pierde el estilo —dije recordando cada una de las fiestas que observe desde el techo de este mismo edificio—. ¿Ves? Vamos a necesitar tu ayuda. Así que no tienes escusa. A descansar señorita. En un rato vuelvo con tu plato.

  Tuve el loco impulso de preguntarle si, por esas casualidades, había visto al señor Creig por aquí. Pero quién me creía para meterme en la vida de mi madre, ya ni siquiera vivía ahí. Solo me despedí y encaminé hacia el cuarto de mi madre, antes de bajar necesitaba buscar algo.

  En una lata de galletas, debajo de una tabla floja del piso donde está apoyada una de las patas de mi excama se encuentra mi mayor secreto.

Un amor imposibleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora