Capítulo 3: Nuestra trinchera

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Pasé los primeros siete años de mi existencia viviendo solo con la abuela

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Pasé los primeros siete años de mi existencia viviendo solo con la abuela. Yo me limitaba a perseguir a las gallinas en su patio trasero, alimentar a los guajolotes y comerme la fruta madura de sus árboles de naranja y mango. Todavía recuerdo que me trepaba a la copa de estos con ayuda de un banco y que me sentaba en una de sus ramas para escoger el mejor.

Ahora que lo pienso bien, esos fueron los instantes más perfectos de mi vida y recién puedo darles el lugar que les corresponde. En su momento, aunque adoraba a mi abuela, me encontraba triste a extremos ridículos por no tener idea de dónde estaban mis padres.

Y la verdad es que hubiera preferido no saberlo nunca, pero por desgracia era un niño muy pendejo. Ahora lo sigo siendo, pero en ese entonces la inocencia aumentaba mi ineptitud.

En los festivales de la primaria era la abuela quien se presentaba, cosa que me desanimaba, porque, a pesar de que todo mundo sabía que yo era un huérfano, conservaba la esperanza de que mis padres se aparecieran de un momento a otro. Solo sabía que no estaban muertos, porque nunca les hicimos una ofrenda o fuimos a dejarles flores al panteón cuando era Día de muertos.

Tom solía bromear conmigo y decirme que en realidad la abuela no era mi pariente y que ella me encontró en un bote de basura. A lo que yo le respondía:

—¡Tu cebo! ¡Ya quisieras tú que una extraña te hubiese encontrado en lugar de vivir en tu pinche casa!

Con eso mi mejor amigo se callaba.

En una ocasión, Tom miró hacia sus manos lastimadas y reprimió sus ganas de soltarse a llorar delante de mí. Yo desconocía lo que era sufrir lo que él. La abuela a lo mucho me pegaba en la espalda con el cucharón que usaba para mover la olla de mole o me regañaba por gastarme el vuelto del mercado en las maquinitas.

No obstante, la vida se encargó de azotarme con una gruesa vara cubierta de espinas cuando estaba por cumplir los ocho años. La abuela murió de un momento a otro, sin dar señales del por qué; no se encontraba enferma, tampoco tuvo un accidente o algo así, nada más se fue a dormir y no volvió a despertar.

Cuando la hallé en la mañana, ella yacía tranquila en su cama mientras una mariposa negra revoloteaba cerca de su frente.

«Desgraciada, como me hubiera gustado morirme con ella».

La fosa a la orilla del río | DISPONIBLE EN FÍSICO| ✅ |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora