Capítulo 2: La misteriosa mujer rubia

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Eran las dos y treinta y cinco de la madrugada y la casa estaba en total silencio. Morgan y Sam dormían profundamente en la cama de la segunda habitación del piso superior. En la habitación de al lado, la ventana estaba abierta; por la cual soplaba una leve brisa que hacía que las cortinas se movieran suavemente. Ese era el estudio de Morgan, el lugar que él utilizaba para preparar sus asuntos del trabajo. Tenía un escritorio con su computadora, una foto de su esposa Nancy y otra de él con sus princesitas, además de un dibujo muy bonito que le había hecho Sam hace unos años y en el portalápices tenía un adorno en forma de ratón que Kathy le había regalado; una silla de cuero marrón, un enorme estante lleno de libros, y otro lleno de artefactos que él solía utilizar para su trabajo (donde también se habían mezclado algunos juguetes de las niñas). Con paredes marrones de madera de caoba y una alfombra con colores verdosos que ocupaba dos tercios de la habitación, era el área de trabajo perfecto. Todo parecía estar normal en esa habitación, excepto por una cosa que no había antes y que no debería estar ahí: un jarrón negro de un metro de altura aproximadamente.

Morgan nunca había tenido buen gusto en decoraciones (podía elegir los colores, pero nunca sabia donde poner cada cosa) pero aún así él nunca hubiera comprado un jarrón de tan mal gusto como ese, y mucho menos para ponerlo en su estudio. Era como si ese jarrón, tan monótono y soso, se burlara de lo bonita y acogedora que parecía aquella habitación. Pero tal objeto no era un jarrón cualquiera, de hecho ni siquiera era un jarrón. De repente, unas extremidades se desenvolvieron alrededor del objeto: un brazo, luego otro, luego una pierna y la otra. Al final solo quedó la cabeza, que salió del muy original, discreto e ingenioso disfraz. Una chica rubia alta de ojos azules se puso de pie, su traje negro que antes habría pasado fácilmente inadvertido por un gran jarrón oscuro, ahora le quedaba a la medida y dejaba ver su esbelta y perfecta figura. Una malla entera muy resistente con un cinturón muy útil multiusos, varios bolsillos y además un cuello de tortuga que ocultaba un collar de plata con un gran significado.

La mujer caminó en silencio, tratando de que las tablas de madera del suelo no delataran su presencia, hacia el cuarto donde dormían Morgan y Sam. Se asomó por el pequeño espacio entre la pared y la puerta entrecerrada. Al ver dormir a esa pequeña familia tan rota, no pudo evitar suspirar con tristeza y a la vez de alegría. Era admirable cómo ese hombre después de tantos golpes era capaz de seguir fuerte por su ahora única hija. Esa misteriosa mujer rubia habría hecho lo que fuera porque su papá hubiese hecho lo mismo por ella. Detrás de esos hermosos ojos azules y esa sonrisa nostálgica, se escondía el mayor dolor, un pasado horrible y un terrible sufrimiento.

La misteriosa mujer sacó un intercomunicador de uno de los útiles bolsillos de su malla, presionó un botón y habló.

—Aquí agente 002. Me he infiltrado en la casa y los sujetos parecen estar a salvo. Repito: los sujetos están a salvo, cambio —dijo con voz clara y dominante.

—Entendido, 002. Ahora regresa a los cuarteles, cambio y fuera —respondió una voz masculina por el intercomunicador.

Al escuchar la orden de la voz, bajó lentamente los escalones pensando en salir por la ventana del piso inferior. Hubiera sido una misión perfecta si no fuera por el hecho de que Morgan había olvidado reparar el final del pasamano de la escalera. Por lo que, al tocarlo, este se desprendió y un pedazo de madera suelta cayó al piso haciendo un estruendoso ruido.

Ya sin nada más que perder, corrió hacia la ventana que figuraba en su mente, pero no contó con que estuviera cerrada. Así se dirigió a la cocina, pero no tuvo tiempo de poner un pie allí cuando las luces se encendieron y ya no tuvo caso seguir escondiéndose. Se dio la vuelta para enfrentar a un muy molesto y asustado Morgan Morrison en pijama.

—¿Quién es usted y qué está haciendo en mi casa? —preguntó Morgan exasperado.

—Señor Morrison, no tiene porqué alarmarse —respondió la mujer rubia con precaución.

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