CUATRO

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La imagen más cliché del universo es lo que te encuentras al salir de la casa. Ahí está él, de pie, vestido de traje, peinado, con un ramo de rosas rojas en las manos. 

—Vaya —dices. —Te duchaste.

—Lo mejor para la mejor.

Sientes un extraño dolor agudo entre las clavículas y el cuello debido al golpe de nostalgia que te ocasiona lo que Ezra acaba de decir. La última vez que te había mencionado como <<la mejor>> había sido hace cinco meses. Fue en esa ocasión en la que lograste comprar boletos para el estreno de esa película que todos se morían por ver. Los metiste en una cajita y la decoraste con esmero. Cuando se la diste, él parecía confundido pero curioso. Y la felicidad y emoción que viste en sus ojos al abrirla fue tan mágica... No sabías que sería de las últimas veces que lo verías así. De haberlo sabido te habrías tomado el tiempo de memorizar cada detalle, cada pequeña arruga de alegría en su rostro.

Ezra dobla su brazo, colocando su puño a un costado de su abdomen y estirando su codo hacia ti.
—¿Nos vamos?

—Puedo caminar sola —aseguras, a pesar de que esos tacones te hacen correr peligro.

Cuando le mostraste los mensajes de texto a Nina, ella insistió en que debías arreglarte un poco antes de salir, pero fue la imagen de Ezra en traje que vieron desde la ventana lo que te convenció de usar ese vestido gris que tenías reservado para alguna ocasión especial. No quieres ver esta ocasión como especial, pero parece encajar.

Te subes al viejo auto de Ezra, ese al que creíste que jamás volverías a subirte. Había sido hogar de tantas aventuras y había presenciado demasiadas situaciones. Fue en ese auto en el que Ezra y tú hicieron un viaje de carretera, cruzando el país de lado a lado. En ese auto se habían besado incontables veces. En ese auto fueron a restaurantes, cines, parques, fiestas y tiendas. Y también ese es el auto que dejaste de ver llegar por tu calle cuando Ezra dejó de venir.

Este último arranca el auto, y la incomodidad no se hace esperar ante el silencio. Antes no te sentías incómoda en silencio junto a Ezra. Era una de las cosas que más amabas de estar con él, que no sentían la necesidad de llenar el aire de palabras. Hablaban cuando era necesario y llegaban a pasar horas y horas conversando. Pero cuando no hacía falta decir nada, no lo hacían. El silencio los llenaba, y eso estaba bien, porque se comunicaban con miradas, entrelazando sus dedos y sintiendo las presión de la mano del otro, o simplemente permaneciendo en la misma sintonía emocional. A veces no hacía falta decir nada, porque todo parecía perfecto.
Ahora la sola situación en la que se encuentran genera incomodidad.

—¿Quieres escuchar música? —pregunta él.

Hace tanto que no escuchas música con él... Era de esas cosas que más les gustaba compartir. Recuerdas que hace aproximadamente un año, Ezra se compró audífonos inalámbricos. Estaba emocionado por probarlos contigo, así que los conectó a su celular y se puso uno mientras te daba el otro. Comenzaron a escuchar la playlist compartida que tenían, pero algo parecía incomodarle. Al día siguiente, volvió con audífonos alámbricos. Cuando le preguntaste el por qué te dijo que le gustaba cómo en cierta forma hacía que los dos estuvieran conectados y los obligaba a mantenerse cerca el uno del otro. Te reíste. Ahora quisieras volver a escuchar algo así.

—Si gustas —respondes.

Ezra no hace más que presionar el botón de play, y automáticamente inicia una canción. Es su canción. Esa canción que solían bailar abrazados cuando todo estaba bien. Like I'm Gonna Lose You, de Meghan Trainor con ese cantante cuyo nombre siempre olvidas. Ezra ya la tenía preparada. Desde la primera frase la identificas, y ese dolor en el cuello vuelve. Esa nostalgia. No pasan más de siete segundos antes de que tomes el celular de Ezra y pauses la canción. El silencio regresa, más agresivo que antes.

—Lo siento —se disculpa.

No respondes. Fijas la mirada en la ventana y observas los autos pasar junto a ustedes hasta que llegan al restaurante. Estás en piloto automático. Entras, te sientas, ordenas. Pero es como si no estuvieras ahí. Tu mente está dormida, entumecida. Hasta que él la despierta.

—¿Clara?

Levantas la vista del mantel y la fijas en sus ojos. Sus preciosos ojos que nadie jamás podrá igualar.

—Supongo que te preguntas por qué te traje aquí, si ambos sabemos que de los mejores momentos que hemos pasado juntos ninguno ha sido en un restaurante como este —comienza a decir. —Honestamente primero pensé en llevarte a un lugar como este porque un restaurante elegante es de los pocos lugares en donde sé que no me vas a gritar.

Entrecierras los ojos. Te ves normal, incluso aburrida, pero en realidad estás nerviosa. No entiendes por qué y no quieres estarlo.

—Pero también es mi forma de comenzar estos cuarenta días de manera seria. Esto es algo serio para mí, Clara. Puedo ser muy bromista, puedo ser muy juguetón, pero mis sentimientos hacia ti no son una broma. En verdad te amo —hace una pequeña pausa —y no te quiero perder. 

Estas palabras te sorprenden. No puedes evitar preguntarte en dónde estuvieron estos sentimientos mientras lo dabas todo por salvar una relación unilateral.

—Yo sé que di lo que teníamos por sentado, te fui descuidando y, sin querer, alejando de mí. No tengo idea de hasta qué punto se desvaneció el amor que me tenías. Pero si queda un poco, tan sólo un destello de esperanza... —puedes escuchar el nudo en su garganta, pero más el nudo en su pecho —déjame intentar recuperarte.

Estás perpleja. Le sostienes la mirada. Buscas algo de mentira o crueldad en sus ojos, pero no encuentras más que vulnerabilidad. Esos ojos que solían expresar tanto amor cuando te veían, ahora parecen tener miedo. Sabes que está siendo honesto. Sabes que lo que dijo es verdad. Lo que no sabes es si tú tienes la fuerza para intentarlo una vez más, porque si lo haces... si vuelves a encender esas cenizas y no funciona, esta vez no estás segura de poder levantarte. ¿Qué pasa si esta vez tu amor por él no se apaga? ¿Y si esta vez él deja de amarte y tú no puedes hacer lo mismo? ¿Y si esta vez él se va?

—Sólo dame una oportunidad —dice, sonando como si lo hubiera dicho con su último aliento.

Sientes el dolor en el cuello.

—¿Sólo cuarenta días? —preguntas.

—Sólo cuarenta días.

El corazón se te acelera. El ruido del restaurante, los cubiertos chocando, las voces sobre la música... Todo desaparece por un momento. Tu cuerpo se adormece y sientes como si palpitara. No puedes impedirlo. Te sientes como una adolescente frente al chico que le gusta de un segundo a otro. Ansiosa, asustada, nerviosa, emocionada. Decir que sí sería una apuesta peligrosa, sobre todo porque no estás segura de cuánto podrías perder. Pero hay un pensamiento que no abandona tu mente. Si no puedo apostar mi corazón, ¿para qué lo quiero?

—Está bien —aceptas.

A D I Ó SDonde viven las historias. Descúbrelo ahora