22 de julio de 2016
Es curioso. El cálido y húmedo verano en Ávila. Sudores que recorren tu mente constantemente en un recorrido por mi rostro inevitablemente. Recogiendo mi largo cabello color azabache en un despeinado moño con tal de no sentirlo sobre mi cara. Sintiendo el cálido sol sobre mi cara, su rayos penetrando en mi dulce e inocente rostro. Nunca me agradó el verano. El calor, la humedad, los turistas y los besos. Sobretodo los besos. Nunca pude evitar sentir envidia al ver a dos personas besarse. Juntar sus labios y fundirse en uno expresando la inapagable llama del amor que sienten él uno por el otro. Siempre lo odié por el simple hecho de que nunca lo pude llegar a sentir en mi propia alma. Eso era hace muchos años.
Este año era distinto. Estaba de la mano de Alejandro paseando por un parque. Todo el verano trataba de eso. Me sentía dentro de una película de la que jamás pude presenciar el final. Era intenso, impenetrable e infinito. Fue mi primer amor, pero sabía que era el adecuado. Una fuerza invisible me hacía quererle más y más cada día. Teníamos peleas; sin embargo, cuando las teníamos, nos perdonábamos al instante al sentir el vacío que nos inundaba y, por ello, no podíamos respirar sin el otro.
Íbamos dejando huellas detrás de nosotros debido a la tierra por la que caminábamos. No había una persona en el pueblo que no supiera sobre nuestro noviazgo y las miradas que algún día expresaba sobre los besos de otros, las sentía recaer sobre nosotros dos. No las hacía caso. Ya no. Si algo aprendí durante ese verano, fue que el amor lo puedes encontrar en el momento que menos te lo esperes. Por aquel entonces, debía tener 15 años. Alejandro tenía 16. Muchos me llamaban inocente o ilusa. Decían que aquella relación no duraría, pero la aguja del reloj indicaba, cada día más, lo contrario a lo que se insinuaba.
Nos sentamos en un banco y así podríamos descansar después de caminar. Tal vez no sintiera los pies, pero sin su presencia no podía camina. Lo más bonito que llegué a sentir fue su mirada cruzada con la mía. Aquella mirada profunda de la que no podía escapar en cuanto sumergía mis ojos en ella. Unos ojos verdes sinceros mostrando la verdadera felicidad sobre mí, cosa que también me sucedía a mí. Cuando esa felicidad se apagara es cuando de verdad rompería aquella relación.
Ambos estábamos juntando nuestros labios otra vez para volver a fundirnos en uno cuando sucedió algo que no me esperaba. Se apartó en aquel caluroso día de julio de mí para e ir unas palabras que nunca olvidaré:
- Paula, debo decirte una cosa.
Se arrodilló para cogerme de mis manos y decirme:
- Paula, estos meses han sido los mejores que he pasado en mi vida y sin ti me siento vacío, sin ninguna razón para seguir. Te necesito. Necesito tus risas, tus llantos y tu felicidad todos los fías de mi vida.
No había que ser muy lista para saber por dónde iban los tiros, así que, como un acto reflejo, me llevé las manos a la cara y mis ojos expulsaron lágrimas de pura y sincera felicidad. Ese simple acto que todas las parejas hacían, para mí, significaba mucho y lo apreciaba mucho por su parte.
- Paula Fernández, ¿te quieres casar conmigo?
No podía hablar, la felicidad me lo impedía. Es curioso que cuando uno llega al estado máximo de felicidad es igual que alcanzando el estado máximo de tristeza, llorando. Asentí rápidamente indicando un rotundo sí.
Después de aquel encuentro volví a mi casa sin poder evitar tapar mi felicidad. Nunca he sido buena para llevar máscaras sobre mí. Sin embargo, mi apariencia superficial no haría que mis labios expulsaran una palabra sobre el tema. Quedamos en que iríamos dentro de dos días a la catedral del pueblo a las diez de la noche y contraeríamos matrimonio. Yo iba a llevar un vestido rojo con puntos blancos. No era tan bonito como el de una novia pero fue el primero que llevé cuando nos conocimos. Tampoco podíamos pedir más. Después de eso, el hermano de su mejor amigo, camionero, nos ocultaría para escaparnos a cualquier ciudad del país. El encontraría trabajo y yo alguna forma de ganar dinero hasta cumplir los dieciséis.
El día antes de la boda fue llegando. El cura fue difícil de convencer pero nos conocía desde que llevábamos pañales, así que aceptó. Invitamos solamente a gente imprescindible en nuestras vidas. Invité a Elena, persona que hizo posible la relación y Alejandro a su hermano de diecinueve años, el cual, se negó a ayudarnos a escaparnos pero quería asistir a la boda y nos entregó su sincero silencio y su mejor amigo Marcos, el cual, quería asistir por pura amistad y apoyo. También había escrito una carta a mis padres con los motivos de mi huida y los motivos de admiración hacia ellos y que no debían preocuparse por nada.
El día llegó y estaba en marcha por un cabello, el cual, era blanco y se llamaba Estrella. Siempre quise montar en él desde que era pequeña y Elena consiguió que yo montara después de unos cuantos arreglos. Estaba fuera de la catedral esperando impaciente su llegada. En cambio, vi a su madre correr hacia mí.
- Pilar, no sabía que Alejandro se lo había contado pero, de veras, me alegro de que acepte lo del compromiso.
- Paula, amor, no vengo por eso – dijo con lágrimas en los ojos – Mi pequeño Álex...
- ¿Qué pasa, Pilar?
- Ha fallecido en un accidente de tráfico mientras venía hacia aquí.
No dije nada. Siempre recordaré esa brisa dentro del clima caluroso de Ávila antes de caer en un profundo e interminable llanto.
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Un verano en Ávila
Teen FictionPaula, una chica de 18 años, no busca nada serio después de un pasado doloroso, pero todos sus planes cambiarán cuando conozca a Miguel un chico misterioso y extraño que tiene muchos secretos, los cuales serán desvelados poco a poco.