Desdichas, P.1

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Era una noche lluviosa de tormenta, las cuales a mi me aterraban. Los truenos eran un fenómeno meteorológico que a mi parecer solo traían cosas malas. En muchos momentos malos de mi vida, siempre se escuchaban truenos. Y no metafóricos, que podría ser también, sino de los de verdad. De esos que escuchas y del gran estruendo que hacen cierran sin querer los ojos, se te encogen por unos milisegundos los órganos y sientes que el corazón se para. Así los siento yo, pero claro, no era lo único peculiar del momento. En sí, la más peculiar era yo.

Como he dicho antes, los truenos y los malos momentos me llevan acompañando desde hace demasiado. El primer recuerdo de trueno que tengo fue cuando tenía unos 6 años o así. Aquella tarde, mis padres y yo estábamos pasando la tarde en el parque. Todo iba bastante bien, incluso llegué a hacer un amigo. De niña siempre me costó hacer mucho amigos, y eso hizo que desde muy pequeña me cuestionara el porqué. ¿Quién diría que los niños podían ser tan crueles? Ninguno se acerba a mí por mi aspecto. Y yo apenada siempre, le preguntaba a mis padres que por qué nadie quería ser mi amigo, que sin tan rara era. Aún recuerdo ver como se les partía el alma cada vez que yo lloraba por ello. Siempre recordaré como me cogían entre los dos, me abrazaban mientras que los tres llorábamos y me decían que no había nada raro en mí, que siempre fui especial, y que los demás niños no estaban preparados para ver lo especial que era. Eso antes me reconfortaba, claro, tenía seis años y no sabía aún la maldad que los seres humanos podrían tener. Si os preguntáis que era lo que me hacía especial, quizá os reiréis. Y es que en cierto modo es mejor reírse de la gran tontería que es. Nací con un ojo de cada color, lo que ahora llamamos heterocromía. Pero algo extraña: mi ojo izquierdo era de un precioso color oliva, mientras que mi ojo derecho era color lavanda. Ningún médico supo darle explicación, ya que al parecer era la única persona con heterocromía y esa anomalía.

 A lo que iba, que esa tarde fue algo extrañísimo para mí ya que claro, nunca había hecho un amigo más que los imaginarios (de esos si que tenía muchos). Solo recuerdo que era pelirrojo y le faltaba una paleta. Esa tarde estuvimos jugando en el parque, y por primera vez, creo que me sentí completa. Sentí que no estaba sola, que por fin mi sueño se había hecho realidad. Un amigo... una personita que había querido pasar tiempo conmigo más que mis padres. Fui realmente feliz. 

Pero esa felicidad no duro mucho tiempo, porque mientras que jugábamos, unas nubes de lo más oscuras empezaron a consumir las blancas que daban al sol un poco de intimidad. El viento empezó a soplar con más fuerza y las nubes oscuras consiguieron cubrir todo el cielo. Las gotas comenzaron a brotar, pero a mi no me importó demasiado por que eran débiles y yo estaba demasiado entretenida con mi nuevo amigo en la arena. De pronto, la lluvia comenzó, pero no una lluvia cualquiera, sino el conjunto completo: lluvia, viento y tormenta. Así que lógicamente, como empezó a llover demasiado, me tuve que despedir rápido de mi nuevo amigo y correr con mis padres hacia casa, que estaba relativamente cerca del parque. 

Con esto de la lluvia, parece que todo el mundo se vuelve loco. Solo es agua, en grandes cantidades, pero agua. Lo único que te puede pasar es que te resfríes un poco, pero no es algo por lo que correr como locos. Y sobre todo me refiero a los coches. La lluvia no afecta a los coches, por suerte tienen un techo que les cubre, no como a los tristes peatones que corremos como ratoncillos para escondernos del agua. La tormenta no aminoraba, más bien crecía y crecía sin parar y había que tener mucho cuidado para no resbalarse. Llegamos mis padres y yo al paso de peatones de la avenida principal, que estaba frente a nuestra casa. Y claro, al ser la avenida principal, todos los coches pasaban por allí como locos. Mi padre creyó ver desde la lejanía el semáforo en verde, así que corrimos como locos los tres. Pero por desgracia, me resbalé con el agua en medio del paso de peatones cuando se acababa de poner rojo. Mientras que me levantaba, (como he comentado antes, los coches iban como locos) miré al frente y vi a mis padres llegando a la zona segura y después de ver que no estaba con ellos miraron otra vez al cruce. Luego, miré a un lado y vi como un coche negro se acercaba muy rápido a mí. Cerré los ojos al unísono de un trueno, y es cuando el coche me hizo salir disparada hacia la carretera. Por suerte, los demás coches si se dieron cuenta de mi presencia y pararon. El que me atropelló salió y se dio a la fuga, pero por un momento fui el centro de atención de la mayoría de peatones y coches que pasaban por la avenida. La verdad es que perdí el conocimiento nada más ver a duras penas a mis padres corriendo hacia mí. A ratos escuchaba la ambulancia, que me llevaba al hospital. De esa tarde no recuerdo mucho más, solo que hacía el intento de mantener los ojos abiertos, pero mis párpados eran demasiados pesados para poder hacerlo.

Os dije que los truenos y esas cosas me acompañan para lo malo, ¿verdad?. De aquel fatídico día recibí un golpe en la columna que me dejó las piernas paralizadas para siempre. Por suerte solo fueron las piernas (como si eso fuera suerte). Ver a mis padres en la habitación del hospital me daba siempre calma y tranquilidad, hasta que llegaba la noche, que era cuando intentaba dormir y ellos seguían allí. Lo que ellos no sabían es que desde hacía mucho tiempo me costaba varias horas coger el sueño, así que mientras que ellos pensaban que yo estaba descansando, se ponían a llorar por la situación.

Mamá: ¿Y sí jamás vuelve a caminar, por mucha rehabilitación que haga? ¡Los médicos han dicho que solo hay un 35% de posibilidades de que vuelva a andar!- conseguía decir mi madre entre sollozo y sollozo, llorando como una niña pequeña abrazada a mi padre.

Mi padre que estaba de los nervios también, no podía pensar con claridad, y lo único que decía era que confiásemos en los médicos. 

Me daba mucha pena escucharlos con la respiración entrecortada mientras no sabían otra cosa que hacer que llorar. Por eso, decidí que no volvería a soltare una lágrima delante de ellos, tenía que ser fuerte para ellos, así quizá conseguiría que ellos lo volvieran a ser.

El libro que nunca leímosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora