03 | Recuerdos Vacíos

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JOEY

Primero dibujo el boceto en una hoja en blanco, a veces de las fotografías que tomo, otras veces simplemente me guío por mis memorias, por eso mayormente pinto figuras sin rostro, pinturas aterradoras que me sirven para sentirme menos solitaria.

Me fumo un cigarrillo normal de tabaco mientras pinto y en ocasiones lo acompaño con cualquier tipo de bebida alcohólica que Aidan trae del restaurante, generalmente escocés o whisky, no me interesa demasiado en tanto me mantenga lo más lejos posible de mí misma.

—Ya me voy.

—Creí que te quedarías hasta tarde.

Cuando Hazel viene a verme pintar se queda mucho tiempo observando, a veces ni siquiera habla, se limita a mirarme con los ojos muy abiertos, analizando mis movimientos. Es algo aterrador, pero prefiero eso a estar sola.

—Estoy muy sobria y me asustan tus pinturas —me sonríe—. ¿Vendrás esta noche?

—¿A dónde? —continúo observando la pintura.

Esta vez, pinté al chico que salvó mi vida ayer, al menos lo poco que recuerdo, le pinté el cabello castaño claro, aunque es difícil recordar si realmente lo era o si era rubio oscuro, también pinté una sudadera azul marino que fue igual de difícil recordar, pude recordar la avenida, así que la pinté igual de vacía que el rostro del chico, sin ojos, sin labios, sin facciones.

—Bobby inaugura su bar esta noche.

—¿Quién rayos es Bobby? —me giro a verla y arrugo la frente.

—Es el mejor amigo de Kurt.

—¿Y quién es Kurt?

—¡Joey! —se cruza de brazos—. Te conté sobre Kurt, es con quién salí el lunes.

La observo con los ojos entrecerrados, fingiendo que intento recordar quien es, pero ambas sabemos que por más que lo intente jamás voy a recordar a ninguno de sus novios.

—Da igual, de todas formas, iré.

—Genial —sonríe—, le diré que te ponga en la lista y volveré por ti esta noche.

—De acuerdo.

Me giro a mirar el cuadro, el rostro vacío me tranquiliza, me hace sentir acompañada y al mismo tiempo me llena de pánico. Siempre he creído que es bastante curiosa la manera en que adoro todo lo que pinto, es decir, detesto sentirme acorralada, detesto el miedo que siento al ver mis pinturas, pero al mismo tiempo tengo esta necesidad asfixiante de seguir pintando, de retratar los rostros vacíos que se cruzan en mi camino. No imagino mi vida sin pintar.

Cuando vivía en Canberra solía pintar en todas partes, mi madre me permitía pintar en las paredes de su estudio mientras ella bailaba, después ella murió y mi padre mandó a pintar todas las paredes de blanco y me prohibió volver a pintar, me prohibió hacer cualquier cosa que remotamente recordara a ella.

Me levanto del banco para acomodar las pinturas que continúan en la caja de la mudanza y las saco una por una para colgarlas con mucho cuidado, excepto el retrato de mi madre, ese siempre se queda en la caja cubierto con una sábana. El único retrato que tiene rostro.

—Joey.

—¿Sí?

Aidan me sonríe desde el umbral de la puerta.

—Tengo una cita con el doctor Faber.

—De acuerdo —asiento.

—¿Quieres que te lleve a la escuela?

CatarsisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora