Desde el principio de los tiempos el pueblo comanche había sido nómada, buscando la manada de bisontes u otros animales que les sirvieran para tener grandes provisiones durante los largos meses del invierno. Los hombres blancos que habían llegado hasta Comanchería1 y se habían hecho con sus animales, sus lagos y ríos,... con cada palmo de la tierra que cubría a sus antepasados; habían terminado también con aquella forma de vida. Los casacas azules los estaban arrinconando como el cerco al ganado.
No, a él no le molestaban los soldados españoles pues al menos sus batallas eran cuerpo a cuerpo, sino los españoles que vestían hábito y jugaban con sus palabras. Tenía que soportar cómo estos se aprovechaban del hambre y frío de su pueblo ofreciéndoles comida y mantas que paliaran sus duras condiciones de vida. Aprovechaban esas ocasiones, difundir la palabra de su único dios y así sembrar la semilla de la fe en sus espíritus debilitados por la incertidumbre del mañana y en búsqueda de la esperanza perdida.
Su padre había confiado en él el puesto de jefe de la tribu, ¿cómo podía agachar la mirada ante aquellos intrusos por unos sacos de maíz y algunas legumbres? Sin ellos estaban destinados a alimentarse solo de los belloteros que había por la zona y, por ende, a la extinción; y con ellos, solo a una relación de dependencia, en las que no serían más que ganado sumiso que esperaría ansioso a ser alimentado y a recibir sus órdenes, vestir sus ropas y profesar su fe, es decir, caerían en el olvido del tiempo y, lo que le resultaba más desgarrador, de su pueblo.
Estaba pensando demasiado cuando ya había tomado aquella decisión hacía semanas, se reprochó.
Tenía hombres suficientes para hacerle la guerra a aquel que se regocijaba de ser el mayor imperio del mundo y, como mínimo, ser un digno rival. Su pueblo iba a devolverle al Gran Espíritu la armonía de los tiempos pasados. Y, sin ninguna duda, iba a comenzar con esos frailes de la orden franciscana y su dios entrometido.
Sobre el cielo del monasterio llovieron llamas una noche de otoño mientras los franciscanos dormían plácidamente en la que llamaban la casa de Dios y que pronto no albergaría más que horrores.
La fachada de madera no tardó en prender y, mientras la orden se refugiaba en el sueño, los pieles rojas atravesaron sus muros, sin importarles lo más mínimo que ellos también pudieran acabar rodeados por las llamas.
Sus rostros iban pintados, preparados para lo que supondría el inicio de la guerra y un golpe duro para la Corona, justo donde más les dolía: en su fe.
Entraron sigilosamente en cada una de las alcobas del monasterio, y sin importar a quién tuvieran delante, sin ningún tipo de piedad o miramiento, los degollaban antes de que sus víctimas se despertasen. No hacerles sufrir era una orden del jefe, no quería que su pueblo se alimentara del horror y el sufrimiento ajeno; en todo caso sería él quien llevase aquella carga.
Cuando amaneció, al día siguiente, ya no quedaban restos del monasterio que con tanto orgullo un día se construyó, y los cuerpos de los religiosos habían tenido prácticamente el mismo final, no siendo más que carbón.
Allá a lo lejos, observaba a la luz del sol, el jefe comanche, las consecuencias de lo sucedido la noche anterior, el remordimiento le acechaba sustituyendo a la rabia. Pensó que tal vez, la próxima vez sería más sencillo, siempre lo era.
Con un gesto le ordenó a su caballo que diera media vuelta, allí ya no había nada más que hacer.
COMANCHERÍA es el nombre que habitualmente recibía la zona ocupada por los comanches antes de 1860.
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Fuera de la Ley #PGP2024
Historical FictionEn la transición del siglo XVIII al XIX, en el territorio con el que se había hecho la Corona española y los comanches seguían proclamando como suyo, las tensiones eran cada vez mayores, la revuelta era inminente. Lidia Álvarez hija de un rico burgu...