Capítulo 1: Ella

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Capítulo 1: Ella

― ¡Felicidades Inuyasha! ― exclamó un compañero a su camino.

― Tu último día en urgencias, debes estar encantado doctor. ― le dijo una enfermera al pasar junto a él.

― ¡Recuerda que el último día siempre es el peor! ― le recordó otro ― A mi padre se le presentó todo un autobús lleno de heridos.

― Es la maldición del último día. ― coincidió otro.

Inuyasha sonrió y se abstuvo de decir que él no creía en esa bobada de la maldición del último día. Había luchado día tras día desde que entró a trabajar en el hospital más importante de Tokio para conseguir una plaza fija de médico. Un mes atrás le comunicaron que la plaza por fin era suya, y que pasaría a ser médico de cabecera y a tener su propia consulta con un horario normal. Había contado cada día del mes, esperando con impaciencia. Esa era su última guardia en urgencias, y, después, tendría dos días de descanso hasta el lunes. Su primer fin de semana completamente libre. Normalmente, lo pasaba trabajando o durmiendo.

Todo iba a cambiar en su nuevo puesto de trabajo. Trabajaría por las mañanas de nueve a dos, y tendría todas las tardes libres. Eso por no hablar de que no volvería a trabajar un fin de semana, exceptuando en caso de necesidad si fallaba el médico de guardia. Tendría su propia consulta y su espacio en el archivo. Y lo mejor de todo: se dedicaría a lo suyo. En urgencias siempre terminaba atendiendo casos que deberían ir al especialista, pero estaban a tope y necesitaban que alguien les echara un cable así que le pasaban a los pacientes menos preocupantes.

Quiso ser doctor desde que era niño. Su padre era agente de bolsa, y su madre enfermera. Su pasión por la medicina le llegó en las largas tardes que pasó en el hospital ayudándola. Al principio, quería que siempre se quedara en la sala de juegos, pero terminó aceptando que la ayudara. Conoció a muchos pacientes y muchos tipos de enfermedades, y decidió que él también quería aportar algo. Su madre estaba encantada cuando en el instituto dio la noticia de que quería ser médico. Su padre no estaba tan contento al principio, pues esperaba que siguiera su estela. Finalmente, terminó tan entusiasmado como su madre.

Abrió su taquilla y cogió la bata de doctor. Tras ponérsela, se miró en el espejo. Era clavado a su padre. Sus mismos ojos dorados con cejas espesas, su mismo cabello plateado y su mentón fuerte. Su nariz tenía cierto parecido a la de su madre en la forma aunque era mucho más masculina. Siempre estaba bronceado. En cuanto veía salir el sol, se iba a la playa o se tumbaba en la terraza de su casa. Cuando lo hacía en su casa, lo hacía desnudo. Nadie podía verlo a los alrededores. También heredó la estatura de un metro ochenta de su padre y procuraba mantenerse en forma acudiendo al gimnasio unas tres veces a la semana.

― ¿Otra vez enamorado de ti mismo?

Sonrió al escuchar a una de sus compañeras a su espalda.

― No puedo evitarlo, soy perfecto. ― continuó con la broma.

― ¡Oh, por Dios! ― exclamó ― Pasas más tiempo delante de ese espejo que trabajando.

― Sabes que eso no es verdad, Sango.

Sango fue a la facultad de medicina con él. Coincidieron en la misma promoción y se hicieron amigos en seguida. Nada más. Nunca hubo nada más que amistad entre ellos por más que sus compañeros hubieran intentado malmeter. Ella podría ser perfectamente una hermana para él. El sentimiento era mutuo, pues Sango había dejado muy claro lo enamorada que estaba de un traumatólogo llamado Miroku que volvía locas a todas las enfermeras.

Abrió la taquilla junto a la suya y cogió su propia bata. Sango era una mujer muy atractiva, pero su carácter tan fuerte amedrentaba a muchos hombres. Casi no tenía que inclinar la cabeza para hablar con ella debido a su estatura y tenía un físico de gimnasio. Sabía de muy buena tinta que hacía mucho ejercicio. Siempre que estaba trabajando, llevaba su larga melena castaña recogida en una coleta alta. Sus ojos color miel tal vez fueran su rasgo más atractivo si no estuviera casi siempre frunciendo el ceño.

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