Los tres estudiantes

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En el año 95, una sucesión de acontecimientos sobre los que no es preciso entrar en detalles nos llevó a Sherlock Holmes y a mí a pasar unas semanas en una de nuestras grandes ciudades universitarias, y durante este tiempo nos aconteció la pequeña pero instructiva aventura que me dispongo a relatar. Como fácilmente se comprende, todo detalle que pudiera ayudar al lector a identificar con exactitud la universidad o al criminal, resultaría improcedente y ofensivo. Lo mejor que se puede hacer con un escándalo tan penoso es que caiga en el olvido. Sin embargo, con la debida discreción, se puede referir el incidente en sí, ya que permite poner de manifiesto algunas de las cualidades que dieron fama a mi amigo. Así pues, procuraré evitar en mi narración la mención de detalles que pudieran servir para localizar los hechos en un lugar concreto o dar indicios sobre la identidad de las personas implicadas.

Residíamos por entonces en unas habitaciones amuebladas, cerca de una biblioteca en la que Sherlock Holmes estaba realizando laboriosas investigaciones sobre documentos legales de la antigua Inglaterra..., investigaciones que condujeron a resultados tan sorprendentes que bien pudieran servir de tema de una de mis futuras narraciones. Allí recibimos una tarde la visita de un conocido, el señor Hilton Soames, profesor y tutor del colegio universitario de San Lucas. El señor Soames era un hombre alto y enjuto, de temperamento nervioso y excitable. Yo siempre había sabido que se trataba de una persona inquieta, pero en esta ocasión se encontraba en tal estado de agitación incontrolable que resultaba evidente que había ocurrido algo muy anormal.

—Confío, señor Holmes, en que pueda usted dedicarme unas horas de su valioso tiempo. Nos ha ocurrido un incidente muy lamentable en San Lucas y, la verdad, de no ser por la feliz coincidencia de que se encuentre usted en la ciudad, no habría sabido qué hacer.

—Ahora mismo estoy muy ocupado y no quiero distracciones —respondió mi amigo—. Preferiría que solicitara usted la ayuda de la policía.

—No, no, amigo mío; bajo ningún concepto podemos hacer eso. Una vez que se recurre a la ley, ya no es posible detener su marcha, y se trata de uno de esos casos en los que, por el prestigio del colegio, resulta esencial evitar el escándalo. Usted es tan conocido por su discreción como por sus facultades, y es el único hombre del mundo que puede ayudarme. Le ruego, señor Holmes, que haga lo que pueda.

El carácter de mi amigo no había mejorado al verse privado de sus acogedores aposentos de Baker Street. Sin sus cuadernos de notas, sus productos químicos y su confortable desorden se sentía incómodo. Se encogió de hombros con un gesto de forzada aceptación, mientras nuestro visitante exponía su historia con frases precipitadas y toda clase de nerviosas gesticulaciones.

—Tengo que explicarle, señor Holmes, que mañana es el primer día de exámenes para la beca Fortescue. Yo soy uno de los examinadores. Mi asignatura es el griego, y la primera prueba consiste en traducir un largo fragmento de texto en griego, que el candidato no ha visto antes. Este texto está impreso en el papel de examen y, como es natural, el candidato que pudiera prepararlo por anticipado contaría con una inmensa ventaja. Por esta razón, ponemos mucho cuidado en mantener en secreto el ejercicio.

»Hoy, a eso de las tres, llegaron de la imprenta las pruebas de este examen. El ejercicio consiste en traducir medio capítulo de Tucídides. Tuve que leerlo con atención, ya que el texto debe ser absolutamente correcto. A las cuatro y media todavía no había terminado. Sin embargo, había prometido tomar el té en la habitación de un amigo, así que dejé las pruebas en mi despacho. Estuve ausente más de una hora. Como sabrá usted, señor Holmes, las habitaciones de nuestro colegio tienen puertas dobles: una forrada de bayeta verde por dentro y otra de roble macizo por fuera. Al acercarme a la puerta exterior de mi despacho vi con asombro una llave en la cerradura. Por un instante pensé que había dejado olvidada allí mi propia llave, pero al palpar en mi bolsillo comprobé que estaba en su sitio. Que yo sepa, la única copia que existía era la de mi criado, Bannister, un hombre que lleva diez años encargándose de mi cuarto y cuya honradez está por encima de toda sospecha. En efecto, comprobé que se trataba de su llave, que había entrado en mi habitación para preguntarme si quería té, y que al salir se había dejado olvidada la llave en la cerradura. Debió de llegar a mi cuarto muy poco después de salir yo de él. Su descuido con la llave no habría tenido la menor importancia en otra ocasión cualquiera, pero en este día concreto ha tenido unas consecuencias de lo más deplorables.

El regreso de Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora