Las gafas de oro

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Cuando contemplo los tres abultados volúmenes de manuscritos que contienen nuestros trabajos del año 1894 debo confesar que, ante tal abundancia de material, resulta muy difícil seleccionar los casos más interesantes en sí mismos y que, al mismo tiempo, permitan poner de manifiesto las peculiares facultades que dieron fama a mi amigo. Al hojear sus páginas, veo las notas que tomé acerca de la repulsiva historia de la sanguijuela roja y la terrible muerte del banquero Crosby; encuentro también un informe sobre la tragedia de Addlenton y el extraño contenido del antiguo túmulo británico; también corresponden a este periodo el famoso caso de la herencia de los Smith Mortimer y la persecución y captura de Huret, el asesino de los bulevares, una hazaña que le valió a Holmes una carta autógrafa de agradecimiento del presidente de Francia y la Orden de la Legión de Honor. Cualquiera de estos casos podría servir de base a un relato, pero, en conjunto, opino que ninguno de ellos reúne tantos aspectos insólitos e interesantes como el episodio de Yoxley Old Place, que no solo incluye la lamentable muerte del joven Willoughby Smith, sino también las posteriores derivaciones, que arrojaron tan curiosa luz sobre las causas del crimen.

Era una noche cruda y tormentosa de finales de noviembre. Holmes y yo habíamos pasado toda la velada sentados en silencio, él dedicado a descifrar con una potente lupa los restos de la inscripción original de un antiguo palimpsesto, y yo absorto en un tratado de cirugía recién publicado. Fuera de la casa, el viento aullaba a lo largo de Baker Street y la lluvia repicaba con fuerza contra las ventanas. Resultaba extraño sentir la zarpa de hierro de la Naturaleza en pleno corazón de la ciudad, rodeados de construcciones humanas hasta una distancia de diez millas en cualquier dirección, y darse cuenta de que, para la fuerza colosal de los elementos, todo Londres no significaba más que las madrigueras de topos que salpican los campos. Me acerqué a la ventana y miré hacia la calle vacía. Aquí y allá, las farolas brillaban sobre la calzada embarrada y las relucientes aceras. Un solitario coche de alquiler avanzaba chapoteando desde el extremo que da a Oxford Street.

—¡Caramba, Watson, menos mal que no tenemos que salir esta noche! —dijo Holmes, dejando a un lado la lupa y enrollando el palimpsesto—. Ya he hecho bastante por hoy. Esto fatiga mucho la vista. Por lo que he podido descifrar, se trata de una cosa tan prosaica como la contabilidad de una abadía de la segunda mitad del siglo quince. ¡Vaya, vaya, vaya! ¿Qué es esto?

Entre el rugido del viento se oía el ruido de cascos de caballo y el prolongado chirrido de una rueda que raspaba contra el bordillo. El coche que yo había visto acababa de detenerse ante nuestra puerta.

—¿Qué puede buscar? —exclamé al ver que un hombre se apeaba del coche.

—¿Pues qué va a buscar? Nos busca a nosotros. Y nosotros, mi pobre Watson, ya podemos ir buscando abrigos, bufandas, chanclos y cualquier otro accesorio inventado por el hombre para combatir las inclemencias de un tiempo como el de esta noche. Pero... ¡aguarde un momento! ¡El coche se marcha! Todavía quedan esperanzas. Si quisiera que le acompañáramos, le habría hecho esperar. Baje corriendo a abrir la puerta, querido camarada, porque toda la gente de bien hace mucho que se fue a la cama.

Cuando la luz de la lámpara del vestíbulo iluminó a nuestro visitante nocturno, le reconocí de inmediato. Se trataba de Stanley Hopkins, un joven y prometedor inspector, en cuya carrera Holmes había mostrado en más de una ocasión un interés muy real.

—¿Está él? —preguntó ansioso.

—Suba, querido amigo —dijo desde lo alto la voz de Holmes—. Espero que no tenga usted planes para nosotros en una noche como esta.

El inspector subió las escaleras, con su lustroso impermeable resplandeciendo bajo la luz de la lámpara. Le ayudé a quitárselo, mientras Holmes avivaba la llama de los troncos de la chimenea.

El regreso de Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora