Holmes llevaba varias horas sentado en silencio, con su larga y delgada espalda doblada sobre un recipiente químico en el que hervía un preparado particularmente maloliente. Tenía la cabeza caída sobre el pecho y, desde donde yo lo miraba, parecía un pajarraco larguirucho, con plumaje gris mate y un copete negro.
—Y bien, Watson —dijo de repente—, ¿de modo que no piensa usted invertir en valores sudafricanos?
Di un respingo de sorpresa. Aunque estaba acostumbrado a las asombrosas facultades de Holmes, aquella repentina intromisión en mis pensamientos más íntimos resultaba completamente inexplicable.
—¿Cómo demonios sabe usted eso? —pregunté. Holmes dio media vuelta sin levantarse de su banqueta, con un humeante tubo de ensayo en la mano y un brillo burlón en sus hundidos ojos.
—Vamos, Watson, confiese que se ha quedado completamente estupefacto.
—Así es.
—Debería hacerle firmar un papel reconociéndolo.
—¿Por qué?
—Porque dentro de cinco minutos dirá usted que todo era sencillísimo.
—Estoy seguro de que no diré nada semejante.
—Verá usted, querido Watson —colocó el tubo de ensayo en su soporte y comenzó a disertar con el aire de un profesor dirigiéndose a su clase—, la verdad es que no resulta muy difícil construir una cadena de inferencias, cada una de las cuales depende de la anterior y es, en sí misma, muy sencilla. Si después de hacer eso se suprimen todas las inferencias intermedias y solo se le presentan al público el punto de partida y la conclusión, se puede conseguir un efecto sorprendente, aunque puede que un tanto chabacano. Pues bien: lo cierto es que no resultó muy difícil, con solo inspeccionar el surco que separa su dedo pulgar del índice, deducir con toda seguridad que no tiene usted intención de invertir su modesto capital en las minas de oro. —No veo ninguna relación.
—Seguro que no; pero se la voy a hacer ver en seguida. He aquí los eslabones que faltan en la sencillísima cadena: Uno: cuando regresó anoche del club, tenía usted tiza entre el dedo pulgar y el índice. Dos: usted se aplica tiza en ese lugar cuando juega al billar, para dirigir el taco. Tres: usted no juega al billar más que con Thurston. Cuatro: hace cuatro semanas, me dijo usted que Thurston tenía una opción para comprar ciertas acciones sudafricanas, que expiraría al cabo de un mes y que deseaba compartir con usted. Cinco: su talonario de cheques está guardado en mi escritorio y no me ha pedido usted la llave. Seis: por tanto, no tiene usted intención de invertir su dinero en este negocio.
—¡Pero si es sencillísimo! —exclamé.
—Ya lo creo —dijo él, un poco escocido—. Todos los problemas le parecen infantiles después de que se los hayan explicado. Pues aquí tiene uno sin explicación. A ver qué saca usted de esto, amigo Watson.
Arrojó sobre la mesa una hoja de papel y volvió a enfrascarse en sus análisis químicos. Yo miré desconcertado el absurdo jeroglífico dibujado en el papel.
—¡Pero, Holmes, si es un dibujo hecho por un niño! —exclamé.
—Ah, ¿eso le parece?
—¿Qué otra cosa puede ser?
—Eso es precisamente lo que le gustaría saber al señor Hilton Cubitt, de Ridling Thorpe Manor, Norfolk. Este pequeño rompecabezas llegó con el primer reparto del correo, y el caballero en cuestión iba a venir en el siguiente tren. Han llamado a la puerta, Watson. No me extrañaría que fuera él.
Se oyeron fuertes pasos en la escalera y un instante después entró en la habitación un caballero alto, colorado, bien afeitado, con ojos claros y mejillas sonrosadas que indicaban que vivía lejos de las nieblas de Baker Street. Al entrar, pareció que entraba con él un soplo del aire fresco, sano y vivificante de la costa este. Después de estrecharnos las manos a los dos, se disponía a sentarse cuando su mirada fue a posarse en el papel con los extraños dibujos, que yo acababa de examinar y había dejado sobre la mesa.
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El regreso de Sherlock Holmes
Mystery / ThrillerEn «El problema final», la última aventura de Las memorias de Sherlock Holmes, Watson daba cuenta de la desaparición del «mejor y más inteligente de los hombres» que hubiera conocido. Los lectores se soliviantaron. Uno escribió a Doyle tratándole de...