2. ¡Malditos nervios!

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Zanjamos todo. Había finalizado el margen de mi arrepentimiento una vez pusimos el resto del dinero. Nos habíamos tirado de cabeza a la piscina. Ya no había camino de retorno, o perderíamos toda la pasta.

Poco antes de que me viera con Bego, había llamado a mi madre avisándola que iría a despedirme de ella, y de mi padre, y no, para recoger el dinero. La hereditaria tozudez hizo todo lo contrario.

—¡No es necesario! —protesté.

—Cógelo cariño —insistió mi padre—. Este viaje te irá bien para esa necesaria desconexión —explicó como lo haría mi psicoterapeuta.

—Tengo suficiente dinero en mi cuenta, papá —insistí.

Negaron a la vez. No pude salirme con la mía pues no logré hacerlos cambiar de parecer. Así que sonreí, y los abracé, sintiéndome agradecida.

—Os quiero —confesé dentro de un derroche de dulzura mientras los abrazaba. Era afortunada de tenerlos. Demasiado protectores, pero igualmente eran un diez para mí.

Cuando los solté, mi padre insistió.

—Ve con cuidado por aquellos lugares. Las noticias no traen noticias demasiado buenas desde allí cuando se trata de juergas nocturnas —explicó, tan preocupado como mi madre—. Ya sabes: borracheras, peleas, saltos de balcón...

—No pienso saltar desde ningún balcón —aclaré—. Sufro de vértigo. Lo sabéis.

—Por si lo tenías en mente —bromeó él, sabiendo sobre seguro que no lo haría.

Levanté la mano como en un juicio.

—Prometo solemnemente no saltar desde ningún balcón.

Se rieron a la vez.

—Anda payasina. Tira a ver a Bego que te estará esperando —dijo mi madre. Ella que sabía que había quedado con ella porque se lo había dicho cuando la llamé.

—¡Gracias! —Asentí—. Haré muchas fotos y os las enseñaré.

—Esperaremos esas fotos con impaciencia —apostilló mi padre, emocionado—. Y de regreso, sigue con esa sonrisa que estás mostrando.

Era verdad. Estaba sonriendo. Por alguna razón aparente, de repente sentía que estaba animada. Que iba a hacer algo emocionante, atrevido... Y el estómago volvió a encogerse. A revolverse como si estuviera en el programa de centrifugado.

—Lo intentaré. Os llamo cuando llegue para que sepáis que sigo viva. Que no me fui al fondo del mar.

—¡Hija, no lo digas así que queda feo!

Me reí.

—Estaba bromeando. —Sacudí la cabeza regresando a la compostura—. Llegaré y regresaré entera. No os preocupéis.


—¡Jolines! ¡Qué guay, tía! Tus padres te pagaron parte de tu viaje —se alegró Bego, experimentando una envidia sana hacia mí—. Eso, junto al pequeño fondo de mister capullo.

Nos reímos a la vez.

—¡Eso estuvo bueno! —la felicité. Alcé la mano para que la chocase.

—¿Y tú? ¿Tú cómo estás? —quiso saber.

Pensé un poco antes de responder. Podría mentir, o decir la verdad. Ambas opciones eran buenas. Si le decía la verdad iba a montar en cólera. Y si mentía, en cuanto se enterase de que lo había hecho, acabaríamos con la misma guerra campal de siempre. La que, gracias a Dios, no terminaba tan mal como parecía. Pero mentir la ayudaría a no preocuparse tanto por mí. Y a despreocuparse un poco de este viaje con el que se sentía tensa por si me echaba atrás.

Cupido se volvió loco (Por editar)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora