Untitled Part 1

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                                                  Facebook (Muro) 16 de Noviembre de 2016

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                                                  Facebook (Muro) 16 de Noviembre de 2016

                                        Blackberry Menssenger (Pin) 17 de Noviembre de 2016

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                                        Blackberry Menssenger (Pin) 17 de Noviembre de 2016

                                                                                       * * * * *

Me inclinaría a pensar que la vida no puede desvincularse jamás de lo que hacemos de manera cotidiana. Dormir, levantarnos, ir al trabajo, volver a casa, compartir en familia sería lo habitual. Hacer un viaje, celebrar una reunión o ver una película, tendría que ser lo que ocupase nuestro tiempo libre. Y las cosas que suelen ocurrirnos tampoco deberían desviarse de lo que ordinariamente sucede, podríamos ser objeto de un accidente, un robo, quizás víctimas de un fenómeno natural, incluso, nacer parapléjicos, con una anormalidad, minusvalía o discapacidad (como se han dado a llamarlo los defensores del tema), pero nunca debería ser algo distinto a lo que ocurre normalmente. Pero, los hechos que pretendo narrar echan por el suelo tales posiciones. Algunos de nosotros, quizás una porción mínima, estamos destinados a tener experiencias que escapan a los criterios de lo habitual o, tal vez, de la normalidad por decirlo de otra manera. Tal vez sea menester mencionar aquí a quienes tienen facultades psíquicas (si realmente las tienen), aquellos que dicen ver espíritus o cosas del más allá (asuntos que considero más bien del género sensacionalista y peliculesco), todos ellos comparten algo en común: han recibido un tratamiento distinto de la vida.

Pero no les estoy haciendo leer estas líneas para hablarles de experiencias sobrenaturales, ni de alguna familia perseguida por un maligno espíritu como en esos programas que se han puesto muy en boga en Discovery u otros canales de cable. Mi historia difiere de todo eso. No saben cuánto me gustaría que entre quienes la lean hubiese alguien que haya tenido una experiencia semejante, y que entre ustedes, quienes me han ofrecido su hospitalidad al prestarme cobijo del frio inclemente que entumece mis manos, dificultando mi escritura y que ahora me miran con ojos incrédulos, existiese la suficiente capacidad de comprensión. Pero me haría falsas expectativas. Ya mi amada esposa, a quien conocí a raíz de uno de los hechos que voy a contarles, y a quien el Creador apartó de mi lado dejándome solo con mi senilidad, la reuma, los problemas del corazón y otros achaques que acometen la frágil salud de los ancianos, me advirtió que tal cosa era poco factible y se encargó de impedir que hablara de ello. No deseaba que me estigmatizaran, que me consideraran un bicho raro o un espécimen digno de exámenes de laboratorio. ¡Cielos, cuanto la extraño! Sé que estoy faltando a mi palabra al contarles esto, pero ¿qué más puede esperar un viejo, ya de que le tomen las medidas para el cajón y que sea una mera razón para que el enterrador use su pala? Sin embargo, pretendo aprovechar mi lucidez, que si en algo se mantiene inalterable es en lo que ahora me ocupa ¿Cómo olvidar hechos tan extraños e inexplicables? Es probable que me pase por alto algún detalle, pero estoy seguro de que las palabras que ocuparán estas páginas serán suficientes para darles a conocer los asombrosos fenómenos que han aquejado mi vida.

Mi nombre es Saúl Ortega. Nací en 1928, en una época en que la gente parecía cumplir la orden sumarial de tener muchos hijos (y es probable que esa hipotética orden siga vigente). Siete hermanos, conformaban la prole de Doña Josefa y Don Ceferino Ortega, de los cuales fui yo el sexto. Mi padre siempre trabajó para las haciendas de algodón que entonces colmaban los campos que rodeaban el pueblo de Bermejo. En un principio, nuestra morada la constituía una casa humilde edificada al final de un callejón del pueblo. No tengo muchos recuerdos de ella pues, al poco tiempo de nacido, mi padre logro colocarse en una de las haciendas donde venía trabajando y allí se mudó con su familia. Realizaba el trabajo de campo con la ayuda de mis hermanos mayores, faenas en las que al poco tiempo también yo les acompañaría. Mi madre pernotaba en casa con los menores, Raquel, la única hembra e hija menor y yo. Había logrado que medianamente los cinco mayores asistiesen a la escuela, no obstante, se resistían a avanzar más de allí. Por supuesto, ganaban su dinero por el trabajo que hacían, de manera que poco podía importarles cualquier cosa relacionada con los estudios. Afortunadamente todos hicieron su futuro con la producción de algodón, hecho del que siempre estuvo orgulloso mi padre. «Los estudios son el gran invento creado por la gente para que nuestros muchachos pierdan el tiempo» solía decir. Pero si había algo de lo que Doña Josefa estaba segura era de que Raquel y yo, además de a la escuela, iríamos a la universidad. Tengo que decirlo, mi madre, era una mujer abnegada con el cuidado de casa y celosa con la educación de sus hijos, pero la necesidad de mantener la demanda económica del hogar le hizo perder parte del control sobre sus primeros vástagos, quienes desde jóvenes fueron instruidos por mi padre en la siembra y sega de algodón y pasaban la mayor parte de tiempo con él. Para entonces, el algodón era el rubro que por excelencia se producía en Bermejo, y el de Bermejo era el de los más cotizados del país, eso explica que mis hermanos prosperaran rápidamente en la empresa.

En mi caso, imperó la educación y esta comenzó con la enseñanza de la cartilla. Si, aquel viejo blog con grandes hojas de cartulina que solo tenía tres enormes letras del alfabeto en cada página (supongo que alguien consideró que todos los niños vienen medio ciegos al mundo). Recuerdo que cada letra era de un color distinto e incluía una palabra que comenzaba con esa letra en específico. Todo bajo la tutela de mi madre. Luego serian las maestras quienes asumirían el asunto. Como pueden ver, todo para mi funcionaba como un niño normal, nada podía decir que algo cambiaría, que algún día dejaría de ser... "cotidiano". Pero pronto descubriría que la vida me había deparado algo distinto.

La primera vez que ocurrió (y digo que sucedió porque habría seguido teniendo mis dudas de no ser por los acontecimientos que se suscitaron a continuación) había estado sólo en casa, contaba entonces unos nueve años, mis hermanos se habían marchado al trabajo diario con mi padre y mi madre había aprovechado ese día para hacer la inscripción de Raquel en la escuela donde yo cursaba el tercer grado (tengo que admitir que no era el alumno más inteligente de clase ni me ubicaba tampoco entre los mejores promedios, solo era un chico común como cualquier otro, sin ninguna virtud especial que le diferenciara). Los días en que no asistía a clases partía desde la mañana hacia las siembras con el propósito de ayudar a mis hermanos. Por supuesto que esa ayuda era algo cuestionada por mi padre, pues acompañado de Lobo, un galgo que con apenas unos días de nacido había sido separado de la camada, me dedicaba a explorar los alrededores y solo echaba una ligera ojeada a la faena de la familia. Tengo que señalar que los bosques que rodeaban las siembras de algodón podían ser el sueño de cualquier joven explorador. En ellos los inmensos arboles dominaban las vastas alturas mientras a sus pies los arbustos se disputaban el mínimo espacio al que los rayos del sol lograban llegar. El canto de los pájaros se oía desde todas partes, era difícil decantarse por uno en específico pues todos arrobaban tu atención por igual. Ello conformaba un hermoso espectáculo que difícilmente podía ignorar por lo que me internaba en sus exuberantes caminos deseando explorarlo todo. Y fue eso lo que decidí hacer ese día, de manera que poco después de que mi madre se marchara con Raquel, me encaminé al bosque en compañía de Lobo, no sin antes dar el acostumbrado vistazo a la siembra. Luego recorrí un vasto trayecto en medio de la verde espesura. La mayor parte del tiempo solo oía el corretear de Lobo (que difícilmente se mantenía a mi lado) en algún charco formado por las primeras lluvias que habían caído ese año. Después de caminar durante largo rato llegue a un claro del bosque donde acostumbraba a detenerme para acariciar a Lobo y descansar un poco (ni siquiera se atrevan a pensar que por ser muchacho no me cansaba, porque la verdad es que mis caminatas siempre eran extenuantes). Me recosté en uno de los viejos troncos que algún diestro leñador había talado en el lugar. No acostumbraba a que mi descanso fuese más que eso, una simple parada en la travesía para tomar aliento. Pero ese día, mi receso se convirtió en algo más, somnolencia y luego, sueño. El sopor vino a mí como cualquier cosa, y yo, un niño sin razones que lo impidieran, sucumbí sin mayores complicaciones.

Continuará....

EL VIAJERO DE LOS SUEÑOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora