Pablo.
El convento Santa María Eugenia del Carmen se había convertido en mi nuevo hogar. Es un lugar, de muchos en el mundo, donde tu alma se haya así misma y tus oraciones son una necesidad más para tu organismo. Es mi lugar.
Hace algunos años, a mis dieciséis para ser exactos, me interese por la religión católica, algo que a mis amigos les parecía aburrido y muy virginal para adolescentes. Pero a mí no, al contrario, me parecía algo maravilloso como una religión puede conducirte al camino de Dios y dejarte hablar con él. Era algo impresionante ir a la iglesia y presenciar la misa, leer la biblia, cantar las angelicales canciones en honor a nuestro padre, y recibir su sagrado sacramento.
Empecé a ir a la iglesia que estaba cerca de mi casa a los cinco meses de cumplir diecisiete.
A los diecisiete me sentía todavía más atraído por todo lo que estaba relacionado a Dios, la creación de Adán y Eva, los mandamientos, y todo lo que contaban en misa. Iba cada domingo sin faltar un sólo día, a las ocho de la mañana para encontrarme con el sacerdote de la iglesia más temprano y que me cuente más sobre la religión. Así durante casi un año y medio.
Al cumplir los dieciocho no quise dejar de seguir en el camino de Dios, me sentía felíz junto a la gente de la iglesia y a todo lo que me rodeaba en ése entonces. Pero ésta vez, algo logró llamar mucho más mi atención: el sacerdotismo. Algo que nunca me había planteado, pero que sin embargo, al pensarlo por unos dias se me hizo más y más interesante.
Investigue sobre el sacerdotismo, estudié cuales eran los requisitos para inducirme en el mundo de Dios y como saber llevar su palabra a las personas. Me inscribí en la universidad —ya que eso me servía para ganar un lugar en un seminario mucho más rápido—, en la que estudié unos años filología, y luego me recibí. Mi familia estaba orgullosa, pero yo sólo deseaba una cosa: poder ser sacerdote. Y eso no les contentaba.
Cuando al fin terminé el seminario, que por cierto disfruté mucho, habían pasado ya ocho años y medio. Con mis veintiséis años, casi veintisiete, me convertí en diácono, que es como ser ayudante y mano derecha del sacerdote de la iglesia. Estaba feliz, por fin estaba teniendo un cargo tan hermoso como ése, que aunque no era el que quería, era el que debía cumplir antes de ser sacerdote.
Seis meses serví de Diácono, pero luego llegó mi penúltima prueba, por así decirlo, que era ser sacerdocio. Era un cargo más importante que el anterior, pero ambos eran igual de buenos, y yo disfrutaba muchísimo de eso. Hasta que al fin llegó mi momento, ocho meses después, a mis veintiocho años de edad, me convertí en sacerdote.
Logré mi mayor sueño.
Hace un año ya que me encuentro en éste convento. Las hermanas religiosas de Santa María Eugenia del Carmen son unas mujeres amables y de gran corazón. Me acogieron rápido a pesar de que cuando llegué acá era un sacerdote recién consagrado, y eso me bastó para saber que clase de personas eran.
Hoy llegaba una nueva novicia, que según sé, ha sido consagrada hace poco más de dos semanas, por lo que ya es monja. Es probable que se sienta nerviosa y le tenga miedo a no integrarse, pero estoy seguro de que las hermanas se encargarán de hacerla sentir en casa.
— Padre Pablo — dos golpes suaves en la puerta junto a mi nombre, me sacan de mis pensamientos.
Me encuentro en mi oficina, la cual está unida también a mi habitación propia en el convento. Sólo la madre superiora y yo tenemos habitación individual tras una puerta de nuestras oficinas, mientras que las hermanas tienen una habitación que comparten entre todas.
Dolores, una de las monjas más antiguas de el convento, ya que está hace varios años antes que yo, se encuentra en el umbral de la puerta con su sonrisa angelical. Le devuelvo la sonrisa y me levanto de mi escritorio, en dirección a ella. La saludo con un beso en la mejilla y siento su arrugada piel hacer contacto con la mía.

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Relatos salvajes
FanficA pedido de nuestra mayor fan, @euge23casiangeles. Te queremos linda