1. kiss

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El día es nublado, gris y frío. No ha llovido todavía, pero parece que pronto arribará la tormenta. 

La calle lentamente se vacía, las voces poco a poco perdiéndose. Si se levantara, de repente, un viento veloz, podría llevárselas consigo. Y perderse entre algunas ramas.
Hace varios días ya que el clima vacila en cuanto a la caída del agua: días y días sin color, mas nada de caricias de agua. Sin embargo, y por fin, es el fin de semana por la tarde cuando los primeros golpes se anuncian en el techo. Un minuto o dos, la lluvia abunda.

Yamaguchi, como el hombre de temporada que es, anuncia que va a preparar té caliente. Mientras tanto, Kei comprueba que las ventanas estén bien cerradas, mirando un poco hacia afuera en lo que medio pasea de la sala a la habitación; un invierno indeciso, que termina de esconder a los pasantes. La calle desolada.
Cuando regresa a la sala el agua ya ha hervido, Tadashi con dos saquitos en la mano. Percibe un vago olor a miel en el vaho cálido que sube y se desarma en el aire.

— ¿Qué quieres para acompañar?

Yamaguchi apenas tiene que alzar la voz dada la pequeñez del departamento.

— Lo que tú quieras — responde caminando de regreso.

Kei se acerca a tomar su taza -el aroma a miel mucho más fuerte-, al mismo tiempo en que Yamaguchi alza el rostro para decirle algo, vaya a saber qué; una tontería como cuidado que está caliente, o esa es tu taza, o que hay galletas de limón, de naranja, de chocolate, algo, algunas palabras, pero de pronto es nada, aliento suspendido, contenido, pues la cercanía es demasiada. Y las miradas estáticas a la electricidad del encuentro.
Kei no se mueve. Una mano abierta sobre la mesada, fría y quieta, como pegada por las uñas en el mármol. Si la moviera tan solo unos centímetros, podría tantear una taza caliente, tomarla con toda la palma, de pronto roja y ardiente, pero habría entonces una salida fácil de modo que la quietud se rompería, el tiempo volvería a correr y una risa o dos acampando hasta la calma.

Nada de eso.

Kei observa sin apartarse, apenas inclinado, decenas de pensamientos en un instante. Tadashi está aquí, tan cerca e inmovible, como esperando algo. Como si las palabras que hubo querido decir ahora se reflejaran en la emoción abierta de su rostro: en la sorpresa que desprende debido a la cercanía, pero que no le incomoda. A él tampoco. Siente, no obstante, un remolino de nervios que sube desde el estómago, empuja y despierta el corazón y por último usurpa la garganta: ahora quieta y cerrada, un verdadero asombro que todavía pase el aire. Todo en cuestión de segundos. O quizás, un largo minuto. La noción ha desaparecido.
La mirada se abre paso de aquí para allá, que si Tadashi le está prestando igual atención notará los ojos inquietos, revolviéndose desde las pestañas que suben y bajan hacia la nariz, las mejillas, las pecas, la difuminación de un rosado esparcido por calor avergonzado y temporario (que también percibe en su rostro, como si el remolino ardiera ahora allí), hasta finalmente posar la mirada en la esquina de la boca, en los labios un poco separados, tan, tan bonitos.
Y es tanta la adoración que Tsukishima se rinde ante ella: tampoco tiene tiempo, sino arrollado en la ensoñación, en un solo ellos dos todavía más íntimo al que todavía cuesta acostumbrarse. Más allá de las paredes del hogar, muy aquí entre sus pechos.
De todas formas, qué otra cosa podría hacer. Muchas cosas, de hecho. Pero la mano en la mesada se apoya por completo, se da impulso en el frío, frío mármol, se mueve hasta sentir el calor del cuerpo de Tadashi que cual imán le atrae hasta sí. No obstante, al contrario, Kei le toma desde la parte posterior del cuello y empuja a Tadashi hacia él, hacia el encuentro de sus bocas que culmina en un beso.

Opuesto al pronóstico, opuesto a la rapidez del impuso (cualquier impulso), el beso transcurre despacio e inseguro: una sensación nueva, de que una y otra vez es increíble que aquello esté sucediendo. Escalofríos por todo el cuerpo. Colores al bajar las pestañas.

Es un beso que al principio Kei piensa romper, falto de confianza pese a tener la libertad y el permiso de besarle. Puesto que apenas es el principio del salto (gigante en su caso) dado desde la amistad hacia el amor; el amor romántico que se ha pulido a lo largo de los años, y que un día, cualquier día, despertó.

Sin embargo, al prestar atención, al pensar con claridad en la nebulosa de sensaciones, ambos quieren esto: las manos de Yamaguchi en su cintura, encontrándose en su espalda, abrazándole. No hay nada que temer, sino disfrutar, dejarse llevar y que dure lo que tenga que durar.
Entonces es un beso que se profundiza, con lentitud se vuelca a la confianza, a los calores del cariño, la cercanía y la inalcanzable saciedad.

Pues es un beso que se prolonga, y se prolonga, y...

Se transforma. Un beso que va y viene, un labio sobre otro, un labio dentro de otros, de mordidas fugaces y sonrisas en el medio.
Cada segundo, cada minuto devorado en la lentitud atrapada en un momento, que es eterno si se quiere, y por más que el tiempo se pierda entre las llamas del fuego, es como si los granos del reloj de arena nunca descendieran. Y si lo hacen es porque se necesita un momento para recuperar algo de cordura, mas no alejarse, el calor todavía ardiendo las bocas, y la única manera de aliviarlo, de tranquilizar las flamas es con la humedad de una lengua, o quizá dos.

Para cuando regresan a la realidad hay lluvia tenue y rastros de miel en el aire.
El té, el té helado. 

Días de invierno - Tsukkiyama week 2020Donde viven las historias. Descúbrelo ahora