Antes del pasado

39 1 0
                                    

"Año 337 de la Primera Era de los humanos, la Tercera de los Enanos y la Cuarta de los Magos ancestrales. Era un atardecer frío, el tercer día de guerra de los humanos junto con los Magos ancestrales contra una luz que estaba acechando el continente de Miridas. No era la luz calida y amarilla de los veranos en aquel continente. Al contrario; era azulada y fría, llena de malicia y rencores.

El rey Naomet, monarca de Quiba, el reino del río, miraba ensimismado cómo todos sus hombres caían ante aquel radiante ejército. Su cansancio era infernal, llevaban tres días de ardua batalla sin descanso. Intentando detener aquel monstruoso y brillante ejército, todo era en vano. Sus opciones se acababan, aquel batallón los rodeaba en forma de u sin dejarles escapatoria, detras suya, a 30 kilómetros, estaba el Oceano de Kiligan. 》Que ironía, ser asesinado por tan bello paisaje《 pensó Naomet mientras observaba al horizonte aquel fino manto de luz avanzando y aniquilando todo a su paso.

Subió a su corcel de pelaje negro como el mismísimo confín del universo. Cabalgando hacia el oceano, ordenó a todos sus hombres la retirada hacía el Kiligan. Ninguno titubeo en seguir la orden de su majestad, a pesar del miedo y de la inminente muerte que los acechaba, nadie huyó, todos darían combate hasta el final con todos los honores.

Ya en las costas del Kiligan, se plantó la última resistencia de Quiba. Naomet se sentía decepcionado de sus hermanos, nadie había contestado su llamada de auxilio. A pesar de que el ejército radiante no iba sólo contra Quiba, si había sido el lugar mas cercano de donde aparecieron. El Rey del Rio no había tenido tiempo de planificar nada ante tal repentino ataque, su reacción fue alejar lo mas posible de su reino a aquel aterrador ejército.

Naomet se acercó al océano, las olas verdes azuladas y espumosas rompían en sus botas de color gris pulido. Se arrodilló ante el océano y suplicaba a los dioses de las aguas que se apiadaran de él, que le muestren el camino que debía tomar. Aún allí, arrodillado ante tan enorme caudal de agua, observó por sobre sus hombros cómo aquélla luz blanca ,con apenas perceptibles tonos celestes, se asomaba al horizonte.

Apoyándose en una de sus piernas, ya totalmente agotado de la batalla, se levantó y caminó erguido hacia sus hombres.

-¡Hoy, mis hermanos y hermanas, no podrían haber llenado más de orgullo mi corazón!- Gritó con una voz fuerte y convencida- ¡Tal vez hoy sea el día en que nos reunamos con El Creador! - Continuó, pero ahora en un tono más bajo. Pero lo haremos con honor, por haber defendido nuestras tierras, nuestros hogares y a nuestra gente. Hoy moriremos, pero seremos recordados por ser los únicos valientes en asistir a ésta repentina invasión. ¡Por Quiba!- Exclamó mirando a sus hombres a los ojos y desenvainando su hacha.

Se abrió paso entre sus hombres lentamente, quienes lo seguían al unísono canto de sus tierras.

Naomet caminaba lento pero decidido hacia su muerte, no le temía a ésta, ya que sabía donde iban los guerreros mas honorables. Parado, al frente de sus hombres, con su armadura de hierro pulido, con simples detalles en las hombreras, túnica púrpura y su hacha de color verde mohoso, cerró sus ojos con una última plegaria al Dios de los guerreros.

Entonces fue cuando detrás del luminoso ejército vio..."

Un golpe en la gruesa madera de su puerta interrumpió la lectura del montaraz que pasaba su velada en una taberna, en algún pueblo perdido del continente Niyirat. El hombre con apenas el rostro iluminado por una triste vela, agachó su cabeza y con un leve suspiro se levantó del pequeño banco en el que se encontraba sentado.

Abrió la puerta y detrás se encontraba la mujer que atendía las habitaciones, advirtiendole que debía abonar la mitad del precio del cuarto antes de quedarse. El montaraz sin molestarse, sacó tres niyos de su bolsa, la moneda corriente de Niyirat, una moneda redondeada con cortes rectos de ocho lados y de color cobre oscuro. Se los dio a aquella mujer y luego cerró la puerta. Al darse vuelta se quedó observando la habitación, apenas iluminada y con fuerte olor a tabaco, pero agradecía tener un lugar donde descansar. Había pasado dos semanas durmiendo a la intemperie con el frío arrasador que estaba azotando a Niyirat por ésos días.

El hombre era un mercenario, vagaba por Niyirat en busca de trabajos que nadie quisiera hacer u ofreciendo conocimiento que recolectaba en sus viajes. Todo, claro está, por algunas monedas. Era un hombre de aspecto como cualquier otro, físicamente. Tenía cabello negro y largo hasta sus hombros, tenía algunos atados en una especie de diadema y los demás sueltos, ojos oscuros como las noches en el mar y una barba tupida, desaliñada pero no muy larga. Vestía con unas botas de cuero pobremente enchapadas con finas placas de hierro, un pantalón marrón oscuro que iba dentro de las botas, una camisa negra abierta hasta la mitad del torso atada con cintas de cuero y una capa marrón que envolvían casi todo su cuerpo, con pelaje, vaya a saber uno que animal, al rededor de su cuello y en los bordes de su capucha. Al lateral izquierdo de su cinturón llevaba su espada, su fiel compañera en sus viajes y del lado derecho varios cuchillos arrojadizos. Su nombre era Tremor.

Debía partir en la mañana temprano, cuando el sol nacía, así que cerró el libro, apagó la triste vela y se acostó a descansar, tratando de recordar cuando fue la última vez que había dormido en una cama.

Linaje RadianteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora