Capítulo 4. Kevin

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El viernes a tercera hora me toca Educación Física, pero le digo al profesor que no puedo hacer ejercicio porque llevo todo el día con dolor de tripa, cosa que es mentira. Lo que de verdad ocurre es que no me doy una ducha desde el lunes porque nos han cortado el agua en casa por no pagar los recibos; no quiero que el olor corporal aumente y que todos mis compañeros de clase tengan que pasar por mi lado, tapándose la nariz. Durante el fin de semana pasado, conseguí algo de dinero que dejaban algunos clientes como propina en algunos locales de Madrid, pero sólo me ha servido para comprar pan de molde, algún embutido, un par de cartones de leche y unas cuantas botellas de agua para que bebamos mi hermana y yo, y no muramos deshidratados, ya que mi madre y su novio tienen suficiente con sus cervezas.

Aprovechando que mis compis están dando clase en el patio, me escabullo sin que nadie se dé cuenta para meterme en el gimnasio, donde se encuentran todas las mochilas. Me doy prisa en robar unas cuantas monedas de algunas, porque si me quedo con muchas son capaces de fijarse en que les falta dinero. No cojo nada de los macutos de Hannah y Jorge, porque no soy capaz, pero, al llegar al del Borjarmari, me encuentro con un iPhone de última generación.

Joder, si vendo este cacharro, me sacaría un buen pastizal. Además, no creo que el gilipollas le dé demasiada importancia, porque está podrido de billetes, de modo que, sintiéndolo mucho, me guardo el teléfono en el bolsillo de mis vaqueros y regreso al patio para sentarme en un banco, como si no hubiera ocurrido nada.

Cuando acaba la clase, Jorge se acerca a mí mientras todos van a asearse a los servicios.

—Mis padres están fuera todo el fin de semana. —Se sienta en el banco, a mi lado—. Vente mañana a mi casa, si te apetece.

Analizo esa proposición en mi mente. Si voy a su casa, podré darme un buen baño después de acostarme con él y, con suerte, me regalará un tupper con comida hecha por su madre. Su familia sabe que la mía tiene problemas, pero hasta cierto punto, porque no me apetece generar lástima a los demás.

—Vale, allí estaré —decido responder, mirándolo.

—Antes de venir, procura darte una ducha, tío. —Se lleva un dedo a la nariz para darse un par de golpecitos, indicándome que huelo mal—. Soy tu amigo, así que no te lo tomes a mal, pero llevas un par de días apestando.

—¿Qué? —Me quedo sin palabras, porque no tengo ni idea de qué decir.

—¿Desde cuándo no te duchas?

—Que te jodan —le espeto. Me levanto raudo del banco, me cuelgo la mochila al hombro y me encamino hacia los baños porque no quiero verle el careto a nadie.

Tampoco es que tenga muchos amigos. En realidad sólo tengo a Jorge, que es una especie de follamigo y no existe nada romántico entre nosotros; sólo lo pasamos bien juntos.

En cuanto entro en el servicio de chicos y abro una de las puertas individuales con rabia, Hannah se cae sobre mí y los dos nos damos de bruces contra el suelo. Bueno, me doy yo, porque ella tiene la suerte de utilizarme como colchoneta, y nos encontramos cara a cara.

—¿Qué demonios estás haciendo? —exijo saber, y me percato de que a mi lado hay un rotulador negro tirado.

—¿Qué demonios estás haciendo tú? —me responde, malhumorada.

—Este no es el baño de tías, por si no te has dado cuenta.

—Ya lo sé, no comparto la estupidez contigo.

En este mismo instante es cuando me doy cuenta de verdad de que la tengo encima, aplastándome las costillas y mirándome con intensidad con esos ojazos marrones casi negros, que en cualquier persona me parecerían horribles, pero en ella me encantan. Sin embargo, me siento incómodo y no sé qué hacer ni qué decir.

Tú y yo, perfectamente imperfectos (Disponible hasta el 31 de enero)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora