IX

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El obispo trabaja


 Al día siguiente, al salir el sol, monseñor Bienvenido se paseaba por el jardín. Laseñora Magloire salió corriendo a su encuentro muy agitada.

 -Monseñor, monseñor -exclamó-: ¿Sabe Vuestra Grandeza dónde está el canastillo delos cubiertos?

 -Sí -contestó el obispo.

 -¡Bendito sea Dios! -dijo ella-. No lo podía encontrar.

 El obispo acababa de recoger el canastillo en el jardín, y selto presentó a la señoraMagloire.

 Aquí está.

 -Sí -dijo ella-; pero vacío. ¿Dónde están los cubiertos?

 -¡Ah! -dijo el obispo-. ¿Es la vajilla lo que buscáis? No lo sé.

 -¡Gran Dios! ¡La han robado! El hombre de anoche la ha robado.

 Y en un momento, con toda su viveza, la señora Magloire corrió al oratorio, entró en laalcoba, y volvió al lado del obispo.

 -¡Monseñor, el hombre se ha escapado! ¡Nos robó la platería!

 El obispo permaneció un momento silencioso, alzó después la vista, y dijo a la señoraMagloire con toda dulzura:

 -¿Y era nuestra esa platería?

 La señora Magloire se quedó sin palabras; y el obispo añadió:

 -Señora Magloire; yo retenía injustamente desde hace tiempo esa platería. Pertenecía alos pobres. ¿Quién es ese hombre? Un pobre, evidentemente.

 -¡Ay, Jesús! -dijo la señora Magloire-. No lo digo por mí ni por la señorita, porque anosotras nos da lo mismo; lo digo por Vuestra Grandeza. ¿Con qué vais a comer ahora,monseñor?

 El obispo la miró como asombrado.

 -Pues, ¿no hay cubiertos de estaño?

 La señora Magloire se encogió de hombros.

 -El estaño huele mal.

 -Entonces de hierro.

 La señora Magloire hizo un gesto expresivo:

 -El hierro sabe mal.

 -Pues bien -dijo el obispo-, cubiertos de palo.

 Algunos momentos después se sentaba en la misma mesa a que se había sentado JeanValjean la noche anterior. Mientras desayunaba, monseñor Bienvenido hacía notaralegremente a su hermana, que no hablaba nada, y a la señora Magloire, que murmurabasordamente, que no había necesidad de cuchara ni de tenedor, aunque fuesen de madera,para mojar un pedazo de pan en una taza de leche.

 -¡A quién se le ocurre -mascullaba la señora Magloire yendo y viniendo- recibir a unhombre así, y darle cama a su lado!

 Cuando ya iban a levantarse de la mesa, golpearon a la puerta.

 Adelante -dijo el obispo.

 Se abrió con violencia la puerta. Un extraño grupo apareció en el umbral. Tres hombrestraían a otro cogido del cuello. Los tres hombres eran gendarmes. El cuarto era JeanValjean. Un cabo que parecía dirigir el grupo se dirigió al obispo haciendo el saludomilitar.

 -Monseñor... -dijo.

 Al oír esta palabra Jean Valjean, que estaba silencioso y parecía abatido, levantóestupefacto la cabeza.

 -¡Monseñor! -murmuró-. ¡No es el cura!

 -Silencio -dijo un gendarme-. Es Su Ilustrísima el señor obispo.

 Mientras tanto monseñor Bienvenido se había acercado a ellos.

 -¡Ah, habéis regresado! -dijo mirando a Jean Valjean-. Me alegro de veros. Os habíadado también los candeleros, que son de plata, y os pueden valer también doscientosfrancos. ¿Por qué no los habéis llevado con vuestros cubiertos?

 Jean Valjean abrió los ojos y miró al venerable obispo con una expresión que no podríapintar ninguna lengua humana.

 -Monseñor -dijo el cabo-. ¿Es verdad entonces lo que decía este hombre? Loencontramos como si fuera huyendo, y lo hemos detenido. Tenía esos cubiertos...

 -¿Y os ha dicho -interrumpió sonriendo el obispo- que se los había dado un hombre, unsacerdote anciano en cuya casa había pasado la noche? Ya lo veo. Y lo habéis traído acá.

 -Entonces -dijo el gendarme-, ¿podemos dejarlo libre?

 -Sin duda -dijo el obispo.

 Los gendarmes soltaron a Jean Valjean, que retrocedió.

 -¿Es verdad que me dejáis? -dijo con voz casi inarticulada, y como si hablase ensueños.

 -Sí; te dejamos, ¿no lo oyes? -dijo el gendarme.

 -Amigo mío -dijo el obispo-, tomad vuestros candeleros antes de iros.

 Y fue a la chimenea, cogió los dos candelabros de plata, y se los dio. Las dos mujeres lomiraban sin hablar una palabra, sin hacer un gesto, sin dirigir una mirada que pudiesedistraer al obispo.

 Jean Valjean, temblando de pies a cabeza, tomó los candelabros con aire distraído.

 Ahora -dijo el obispo-, id en paz. Y a propósito, cuando volváis, amigo mío, es inútilque paséis por el jardín. Podéis entrar y salir siempre por la puerta de la calle. Estácerrada sólo con el picaporte noche y día.

 Después volviéndose a los gendarmes, les dijo:

 -Señores, podéis retiraros.

 Los gendarmes abandonaron la casa.

 Parecía que Jean Valjean iba a desmayarse.

 El obispo se aproximó a él, y le dijo en voz baja:

 -No olvidéis nunca que me habéis prometido emplear este dinero en haceros hombrehonrado.

 Jean Valjean, que no recordaba haber prometido nada, lo miró alelado. El obispocontinuó con solemnidad:

 -Jean Valjean, hermano mío, vos no pertenecéis al mal, sino al bien. Yo compro vuestraalma; yo la libro de las negras ideas y del espíritu de perdición, y la consagro a Dios.

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⏰ Última actualización: Sep 01, 2020 ⏰

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Los Miserables - Víctor HugoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora