Locura.

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Luego de escuchar como la llamada finalizó, se retiró el auricular de un tirón y cerró los ojos, para luego abrirlos con fuerza al sentir el airbag del automóvil sobre su cara. Farfulló algo inteligible y con sus manos palmeó algo en los asientos traseros que le ayudasen a pincharlo. Demonios, pensó, tantas cosas para nada. Alguien golpeaba su ventanilla y ella no recomendaba eso porque no estaba de humor para hablar con nadie más. Demasiados problemas ajenos inundaban su cabeza, la cual para estos momentos latía y dolía. Cuando por fin encontró algo útil, el airbag se desvaneció en sus narices. Estaba dispuesta a arrancar nuevamente su Mustang, pero el constante e insoportable golpeteo en su ventanilla no la dejaba. Dirigió su mirada hacia la izquierda, encontrándose con un fornido hombre, el cual tenía aspecto de no estar en sus mejores días.

—Luce Kingweirth, ¿en qué puedo servirle?

—Niña lista, acabas de abollar mi camioneta —gruñó. Ella lo miró con mala cara, luego giró teniendo una vista panorámica de lo que simulaba ser una 4x4 Ranger de último modelo más cerca de lo que debería de su viejo y oxidado Mustang—. Has roto el farol que indica la luz de giro.

—Hoy no es mi día —bufó sacando de su chaqueta la billetera—. ¿Cuánto será? 

—Mil dólares —espetó.

—¿Mil dólares? —sus ojos se abrieron de par en par sin poder creérselo—. ¿Está usted loco? Oh, no. No debería haber utilizado aquel término, perdón Freud, donde sea que estés —el hombre la miró como si estuviese demente mientras ella dirigía una mirada hacia el cielo.

—Rompes, pagas. Simple.

Ella cerró los ojos mientras que en su foro interno una plegaría que a la vez se convertía en reproche era formulada: “Oye, he elegido una vocación que hará que ayude a las personas con sus problemas a lo largo de su vida. Trato de que el mundo, tú mundo, el que tú inventaste, sea uno mejor y tú me pagas poniéndome en medio del camino a un hombre que lo único que sabe decir es: mil dólares, mil dólares, rompiste mi luz, bla, bla, bla”.

—Escúcheme, señor... —le dio un espacio para que el le dijese su nombre.

—Ruperto.

—Bueno, escúcheme, Señor Ruperto, creo que el pagar esa suma de dinero es algo totalmente irracional. Usted no está pensando con la cabeza, sino que con la avaricia. Así que, ¿por qué no lo piensa racionalmente?

—Está bien —él la miró con una sonrisa burlona impuesta en los labios—. Que sean mil doscientos entonces, claro, visto y considerando que has rayado la pintura original de fábrica.

—Ya me cansé de esto, Señor —bufó tomando su celular entre las manos—. No quería llegar a estos extremos, pero creo que es lo necesario —lo miró directamente a los ojos, haciéndole saber que su gran estructura física no la intimidaba en absoluto—. Deme el número de su cadena de seguros y sus datos. Llamaré y haré la denuncia. Mi seguro se comunicará con el suyo y le dará la suma justa y racional que esto verdaderamente vale. 

—Mil dólares —repitió el hombre terco. Ella cerró los ojos y suspiró. Se dijo a sí misma que no debía dejar que su ira se desatara con aquel samaritano. 

—Señor, yo... —el claxon sonó detrás de su vehículo. Miró por el espejo retrovisor y se llevó una gran sorpresa al encontrarse con una extensa fila de vehículos detrás suyo. 

—¡No tengo todo el día! —gritó el mismo hombre que había tocado el claxon anteriormente. Ante la protesta de este, muchos más se le sumaron, logrando ponerla sumamente nerviosa. Trató de recordar todo lo que sabía acerca de los nervios y sobre como controlarlos, pero la mirada amenazante de Ruperto hizo que todo ese esfuerzo fuese en vano. Una motocicleta se adelantó, pasando al lado derecho de su auto casi rozándolo. Ella se asustó frente al ruido que realizó el conductor por medio del caño de escape. 

—¡Váyase al diablo! —exclamó escandalizada. Ruperto irguió una ceja mientras Luce rogaba mentalmente que lo que estaba a punto de hacer le saliera bien. El atajo hacia su oficina estaba descubierto, a su derecha, todos parecían querer ir por la izquierda y eso, de una forma u otra le resultó satisfactorio. Pisó el embrague y luego el acelerador, de un momento a otro, su automóvil parecía haber dejado de ser un Mustang oxidado para pasar a ser un Fórmula 1, o bueno, eso pensó ella. El hombre la miraba estupefacto, no creía en lo que estaba a punto de ser aquella señorita sentada en un auto descuidado, pues ella parecía inofensiva. Ella, sin embargo, soltó el embrague y de un volantazo, ya se encontraba en la otra carretera, a cien kilómetros de velocidad y con el gruñón de los mil dólares lejos de su vista. Miró por el espejo retrovisor antes de girar a la derecha y se percató de que nadie la seguía y que se había sobreexcedido el límite de velocidad por unos cuarenta kilómetros. Dejó de pisar con tanta fuerza el acelerador para volver a una velocidad normal. Suspiró pues de seguro una multa le llegaría dentro de una semana, pero tal vez, si tenía suerte, no. Su teléfono sonó mientras se aparcaba a las afueras del edificio en donde se encontraba su consultorio— Luce Kingweirth al habla —contestó mientras se ponía el auricular en su oído.

Un amor psicológicamente imposible: Michael Clifford y tú.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora