Día 4. Cempasúchil

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Danza floral

Las campanas sonaron un total de diez veces, inquietando a las aves que se hallaban en el alfeizar del templo ceremonial, el cual podría confundirse con una iglesia con suma facilidad. Vitrales estridentes, paredes monocromáticas, columnas ásperas y gruesas, techos tan altos que se perdían en el cielo y, por supuesto, lo más emblemático: la campana que marcaba las festividades del Capulus*. Tradición caracterizada por las danzas nocturnas bañadas en hojas de cempasúchiles hasta en el último rincón del suelo.

Capulus era, por excelencia, la época que todos en aquel pueblo lejano, esperaban. Y, no era difícil imaginar por qué; después de todo, las casas se adornaban con las hojas que caían en los árboles con el fin de agradecer a la naturaleza ese cambio, no solo en el entorno, sino también como un futuro renacer en las posibilidades de los habitantes. Por ejemplo, si algún campesino había perdido su empleo, el Dios Capulus le daría un nuevo comienzo, posterior a dichas fechas. Asimismo la Danza floral era conocida por generar un efecto similar al elixir de la buena suerte, de modo que, muchos enamorados pasaban al centro a bailar con aquel con quien deseaban pasar su vida entera y, aparentemente, los dotaba de un lazo irrompible.

Todo compaginaba a la perfección, el clima templado, el silbido del viento y las tonalidades marrones en las veredas. Todo, excepto un joven embutido en unos pantalones negros, una camisa de algodón blanca, ajustada en la zona abdominal con un corsé café y el cabello levemente ondulado fluyendo al son de la brisa. Por supuesto que, a simple vista, nadie dilucidaría comportamiento anormal en un chico cerca de las dos décadas.

Caminaba con paso seguro e, incluso, saludaba con un asentir de cabeza a las damas que se le cruzaban por el camino. "Como un caballero", diría su padre. Sin embargo, el nerviosismo le recorría la espina hasta llegar a sus rodillas de modo que, de no haber estado apresurado, el resto de los habitantes habrían notado un desliz para nada digno de alguien perteneciente a tan honorable familia como los Telamonio. Pero, pedirle a Caspian mantener la compostura, era como esperar que la lluvia no desbordara los ríos. Y, para su sorpresa, era justamente como se sentía, como un conjunto de agua sin cauce, a la deriva de lo que sucediese, pero dispuesto a atravesar caminos, romper muros o, de ser necesario, ser paciente, fluyendo lentamente.

Sus padres solían decir que él, usualmente, se regía por algo más fuerte que la razón: por la impaciencia y el cariño. Para su fortuna, en aquella ocasión, era totalmente válido dejarse llevar, según le habían aconsejado sus hermanas Prunaprismia y Lilliandil. Porque ¿Acaso solemos regirnos bajo la razón cuando estamos por confesar nuestro amor a un individuo? En caso de decir que sí, estás en lo correcto. Por desgracia, el joven Telamonio no era uno de esos. No porque no fuese razonable o astuto, claro que lo era, pero el tiempo se le agotaba y la paciencia junto a este. No lo mal entiendan, la impaciencia era con él mismo pues cada vez que pretendía dar una muestra de sus intenciones con el tercer hijo de los Pevensie (una familia de una condición no tan privilegiada como la suya, pero aceptada para un matrimonio), el destino funesto y cruel se reía en sus narices. Pasaba de ser la persona más segura del pueblo a la más desdichada.

Había intentado por todos los medios, desde fiestas en su hogar, invitaciones personales, encuentros casuales, intentos de citas, hasta paseos por el campo, entre muchas otras cosas. Nada funcionaba. Los inconvenientes siempre se hacían ver. Una picada de avispa, encuentros con animales potencialmente mortales, interrupciones por parte de familiares amigos o cualquier otra personalidad del lugar, temor, vergüenza, inseguridad. Nada.

Lo conocía desde que tenía uso de razón. Específicamente cuando el propio Caspian llegó al poblado desde la capital del reino a los trece años debido reasignaciones laborales por parte de su padre. Recordaba haberlo visto en su patio trasero, espiando a "los nuevos inquilinos". Le sonrió descubriendo un par de dientes chuecos junto a unos ojos pequeños y oscuros. Era más bajo que él y poseía un piel lechosa, ligeramente colorada por el sol. En aquel entonces solo le produjo cierta incomodidad, la cual desapareció en cuanto le ofreció unos cuantos caramelos de miel. A partir de ahí, el sentimiento creció a tal grado que todo el pueblo era conocedor del mismo. No juzgaban, tampoco señalaban. Se limitaban a tragarse sus indignaciones, porque si a algo le temían los pobladores, eran a las leyes del Dios Capulus:

"Amarás a tu hermano, celebrarás sus logros personales, los de sus tierras y el acercamiento al conocimiento. Sus decisiones no juzgarás , siempre y cuando no afecte dentro de tus cultivos o dentro de tu entorno familiar.

De no seguir las leyes, las energías negativas caerán sobre ti y tu estirpe"

¡Oh, salve, Dios Capulus!

Telamonio caminó a paso apresurado con el ocaso coloreando su nuca de tonalidades rosáceas y anaranjadas. Sentía miradas quisquillosas y susurros venenosos; ojeadas alarmadas y discursos desdeñosos. Pero, al final del sendero y, ahí, a un costado del círculo que se formaba alrededor de las hojas de cempasúchiles, como aguardando a su encuentro, se hallaban un par de ojos profundos como el abismo mismo, en ellos no se leía más que reciprocidad, ternura y afecto.

Entonces, sin previo aviso, ambos se perdieron uno en el otro. El tumulto no desapareció, como suelen afirmar los escritos románticos y, mucho menos se eliminó el barullo. Ambos eran conscientes de su alrededor. No obstante, dentro de sus mentes, todo encajaba cual rompecabezas infinito. Sus manos se amoldaron a la perfección, sin saber en qué momento se encontraron. Y como si fuese un regalo o mera casualidad, ninguno resbaló o decidió detenerse. Daban giros, puntapiés, y volvían al inicio; sus miembros se entrelazaban y soltaban, sus rostros se hundían en los cuellos contrarios o se encontraban en un parpadear; respiraban agitadamente y, al segundo siguiente, su ritmo se relentizaba. Trazaban círculos, óvalos, triángulos y toda clase de formas en el suelo. Sonreían o se miraban felinamente. Pero nunca se posaron estáticos, salvo un segundo de aquella noche en la cual Caspian recitó:

—Edmund Pevensie ¿Quieres cubrir mi hogar con hojas de la felicidad?—

Porque en aquel poblado alejado del reino principal, esa era la manera de pedir matrimonio.

Y Edmund respondió con voz entrecortada:

—Que la naturaleza nos de sus mejores semillas para árboles fuertes—

Porque en aquel poblado alejado del reino principal, esa era la manera de decir "Si". 


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*Capulus: Dios que inventé para fines de la historia. Podríamos verlo como un Dios de la cosecha. 


Sólo quiero mencionar que disfruté tanto este One-shot. No tienen una idea de lo bonito que se me hizo escribirlo. Me sentí en el cliché de "los personajes quieren salir y yo sólo escribo lo que me dicen". Espero que se disfrute tanto como yo lo hice. Nos vemos en el siguiente <3 

-Calipso-

Despertar [Drabbles & One-shots]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora