Capítulo 2

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Te habías adueñado de mis recuerdos, de mi pasado, de los mejores momentos de mi vida, de mi corazón y ahora querías adueñarte de mi miseria. ¡¿Por qué?!¿Todo lo quieres para vos?! Es que no entiendo la necesidad de decirme eso. Solo un sobre blanco con una frase. No tuviste ni la valentía de firmar la carta. Ni de tocar la puerta. Esa puerta que tantas veces hemos abierto presos de la pasión, ebrios del deseo. Pero ahora ni llamar a la puerta podías, sabías que me destrozaría verte a los ojos mientras me dabas esa carta y leía lentamente cada una de sus palabras saboreando el filo del cuchillo que se introducía lentamente por mi espalda. Sabías que me destruiría por completo mirarte y saber que todo fue una idealización, que ya todo se había acabado, que esperarte todos estos años había sido una absoluta pérdida de tiempo.
Pero, ¡estás tan jodida como yo! ¿Quién le dice a alguien que ha empezado a olvidarlo? Nadie ostenta de lo que tiene, y es evidente tu ausencia de olvido. El recuerdo es nuestro único motor pero también es la barrera más grande que jamás podremos superar. Tal vez todo sería más fácil si echáramos llave al baúl de los recuerdos. Pero ese baúl no existe, y si existiera lo estropearíamos, como lo hacemos con todo lo bueno que nos pasa en la vida.
Hace una hora, leo y releo esa mísera carta de una oración. Y no lo entiendo, parecías tan feliz ese día. ¿Cómo se olvida uno de los momentos más felices de tu vida? ¿Será que la felicidad late distinto en los corazones de cada persona?
Habían pasado seis años desde que nos conocimos. Nos vimos en una fiesta, charlamos un rato, el alcohol nos unió, pero ese no fue el día que supe que estaba enamorado de vos. Lo supe tres días después cuando nos vimos en un atardecer, parecido a este atardecer naranja, con la diferencia que era amarillo, sí amarillo, un amarillo resplandeciente que hacía juego a la perfección con tu pelo. Estaba nervioso, las manos me sudaban y como si fuera poco tenía que darte un regalo de cumpleaños. ¿Cómo podía saludarte sin ahuyentarte? Quería seguir conociéndote, quería seguir viéndote, pero no quería que te espantaras, no quería que salieras corriendo por exceso de confianza. Estúpido siglo XXI y su regla de no demostrar verdaderos sentimientos hasta que llegue el momento indicado. A veces, pienso que nací en la década equivocada, antes el demostrar amor estaba bien visto, hoy es sinónimo de infidelidad, mentiras, debilidad o exageración. En fin, aquella tarde te regalé unos chocolates, y el primer revés llego a los pocos minutos cuando comenzaste a contarme que acababas de terminar una relación. Y yo como un iluso queriendo que te fijaras en mí, que vieras más allá del marrón de mis ojos, que descubras detrás de mis sonrisas todas mis heridas y abrazaras cada una de ellas pero no, hablabas de él. Dijiste que todo había terminado, y yo te creí o quise creerte. Todo iba mal, realmente mal. La cita era una catástrofe para mis ilusiones.
Hasta que te subiste al tobogán de la plaza, tenías 20 años, yo 21 y te veía colgándote, deslizándote, divirtiéndote con todos los juegos de la plaza. Nunca me había pasado, siempre uno fingía en la primera cita, fingía ser maduro pero vos eras diferente, estabas siendo vos misma, no fingías, tu risa no fingía, tus ojos brillaban y eran verdaderos. Ahí comenzó el truco aunque eso no fue todo, después de las risas, de las anécdotas, tenías hambre. Yo estaba preocupado, tenía mis últimos pesos, el dinero suficiente para llevarte a un lugar elegante y volverme caminando hasta mi casa. Quería darte lo mejor. Pero vos no querías eso, y cada minuto me sorprendía más. Al punto que terminamos en un kiosko comprando una tira de pan, salame, queso y una gaseosa. Te vi preparar unos sandwiches al frente mío; ahí lo supe. En ese momento me enamoré de vos. Con un sandwich.
Yo tenía una absurda regla en la que demoraba tres citas en darme cuenta si alguien valía la pena. Y eso te preocupaba, lo sé porque me lo dijiste. Querías ser la primera en superar esas tres citas. No te lo dije pero vos habías roto todos los estándares. Ese día conocí lo que era sentir amor y ahora vienes a decirme que ya no recuerdas cómo nos conocimos. ¡Cómo puede ser que «el tiempo todo lo cura« funciona para vos, sin embargo no surte ningún efecto en mí! ¡¿Qué trato con el diablo has hecho para comenzar a olvidarte de mí?!

Cuatro horas han pasado desde que llegó tu sobre. La botella de vino me acompaña mientras en la otra mano el humo de un cigarrillo quiere darme unas palabras de aliento. Estoy devastado. Por la ventana la luna, me mira y se apena por mí, le doy vergüenza. Sí, lo sé. Es mejor así, escóndete tras esas nubes, luna. Yo también siento vergüenza por mí. Pero no lo puedo controlar. Me ahogo en mi miseria, quien amo ya no me recuerda y encima me deja una carta para dar fe de ello. ¿Qué se supone que haga con ella? Contestarle, no vale de nada. Ni sé donde vive, sé que se ha mudado con su nuevo novio. No confío en las redes sociales, creo en valores antiguos en un mundo moderno. Solo resta enviarle un mensaje de texto. Pero qué le digo. No sé si estoy preparado para ver que ya no existe amor en su ser, sin embargo ¿hasta cuándo voy a seguir esperando al fantasma de una ilusión que jamás se volverá realidad? Esto no es vida, la espera de una posibilidad deja mucho que desear cuando uno está acostumbrado a actuar.

"Hola Meli, gracias por tu carta, gracias por terminar de romperme el corazón." No, eso no, es muy dramático. ¿Qué estoy pensando? Es patético. Soy patético. Ya sé. "Meli, tenemos que hablar." Ella puede decir cosas hirientes, yo puedo hacerla preocupar. Podrá estar olvidándome, pero la curiosidad siempre fue su debilidad. Siempre quería saberlo todo, lo bueno y lo malo. De peleas que nos hubiéramos ahorrado si no hubiera sido así.
Enviar.

Espera. ¿Qué fue eso? No, no puede ser. Nuevamente, enviar. Sonó otra vez. ¡Ni yo me lo creo! Está en la puerta. Otra vez, enviar. Volvió a sonar. Enviar. Mientras me acerco a la puerta. Se escucha el tono tras la puerta. Las manos me tiemblan, el corazón me late cada vez más fuerte. Enviar. Se empieza a escuchar un poco más lejos. Abro la puerta, salgo y no está. Se fue corriendo, la veo doblar al fondo del pasillo. ¡Meli, Meli, ¿a dónde vas?! Pero mi lengua tropieza con ella misma y no hay fuerzas para gritar. No se me entiende. El alcohol me juega una mala pasada.

¡No se olvido de mí! ¡Esa carta es una mentira! ¡No se olvido de mí! Al fondo se abrió la puerta. ¡Ya cállate maldito borracho! Lo siento, le dije a mi vecina odiosa. Volví a ingresar a mi departamento y me acosté.
Me dormí con una sonrisa en mi rostro.

El olvido cabe en un sobreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora