03. Domingo

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El trozo cuadrado de tela doblado en dos se ajustaba a su mandíbula y se sostenía de su nariz firmemente, al igual que el otro retazo colocado en la parte superior de la cabeza. Vestía un mandil blanco sobre ropa simple para andar en casa. Equipado con su aspiradora y escoba eléctrica —la primera especialmente para los sillones, alfombras, y hasta con varios repuestos para espacios poco accesibles; la otra más simple que servía para el piso, y que además era inalámbrica—, guantes de goma, plumeros, fregona, trapos, esponja, cubetas y una infinidad de productos de limpieza a un lado, era su equipo perfecto para esa fabulosa mañana-tarde que le esperaba.

Eran apenas las 10 de la mañana. Se había despertado al punto del alba para salir a correr. Levi solía prescindir de sus rutinarios ejercicios los domingos, por única ocasión lo hizo solo para compensar la falta de ayer.

La bestia de la caca, como la llamaba despectivamente, ya había comido, y hecho honor a su apodo aquella mañana. Gracias a todos los dioses su instinto natural había reconocido el arenero y su objetivo más rápido de lo que esperaba.

Por la tarde del día anterior regresando de comprar lo aconsejado por Hange, su invitada había permanecido desaparecida como por una hora. Aunque Levi la llamara, le chistara, como sugirió internet, nada más no aparecía.

¿Y si había escapado? Pensó. ¿Y si había quedado atrapada? ¿Y si había muerto por ahí en algún rincón desconocido y solo daría señales cuando comenzara a pudrirse su cadáver?

«Eso sería terrible. Aún peor que el aroma de su mierda»

Debía admitir que su ausencia era peor que su presencia. Lo inquietaba. El desconocimiento de lo que hacía o había hecho le provocaba una desagradable sensación de ansia.

No obstante, al final terminó apareciendo y asunto resuelto.

«Esa bestia es muy escurridiza, quizá deba comprarle una correa».

Pero Levi sabía —más que nadie en el mundo— que los gatos no se acostumbraban a estar atados como los perros, no toleran los arneses y muchos menos una correa.

Frunció los labios en lo que empezaba su masiva sesión de limpieza con los plumeros.

Solía empezar por las paredes, las esquinas, por si alguna araña pretenciosa se le ocurría haber plantado su nido ahí, él se aseguraba de impedir su asentamiento permanente en su morada. Sacudía aquí y allá, encima de las mesas, mesitas, el mueble de caoba que sostenía la tv de la sala, la misma tv, los escasos retratos que poseía y adornaban el poco decorado espacio de entrada. Prácticamente «desempolvaba» todo a su paso y tomándose su tiempo.

Luego, con ayuda de la escoba inalámbrica, barría cualquier residuo de polvo dejado por los plumeros.

Todo era tan relajante.

El ambiente, sus movimientos, la soledad, el silencio interrumpido únicamente por el breve zumbido del motor del moderno aparato.

Paz.

Paz que le permitía dilucidar correctamente el flujo de sus pensamientos.

Levi no quería al gato en su casa porque lo consideraba una molestia, una responsabilidad que no estaba dispuesto a volver a asumir. Sin embargo, tampoco podía negar el remolino de sensaciones y recuerdos que lo azotó esa noche, después de rescatarlo.

La pena que sintió, la compasión, la ternura.

Siempre fue plenamente consciente de por qué le había salvado la vida, y de que la razón detrás de su renuencia era su miedo. Pero no lo había querido aceptar. Al igual que era consiente de por qué no debía quedárselo. Y de igual modo, de la enorme probabilidad de que al final sí lo hiciera.

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