La calle Diderot

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Calles tan viejas como el mismo Averville cuentan historias entre sus paredes que aún ahora, son difíciles de olvidar

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Calles tan viejas como el mismo Averville cuentan historias entre sus paredes que aún ahora, son difíciles de olvidar. La cultura de los cuentos antes de dormir tienen una razón en un país tan extraordinario, y más en esa ciudad tan especial, los niños escuchan historias que pecan de inciertas, sin saberse realmente mentiras, pues el boca en boca llegaba hasta sus oídos como una historia que había ocurrido en verdad.

La leyenda de la calle Diderot, era una de ellas.

En los años en los que la electricidad aún se consideraba magia y hechicería, era común escuchar el constante galopar arrastrando carretas y los niños saliendo a jugar, pero solo hasta que el sol se ponía. A las seis de la tarde las puertas de la calle Diderot se cerraban y las ventanas se trababan con pesadas tablas de madera, las luces se apagaban y las carretas desaparecían. Se sumían en un silencio que desesperaba a los muertos, y pobre de aquel que estuviese ensuciándose los pies con su tierra.

Los ebrios y los adolescentes eran quienes solían retar a su maldad, con cantos en alto y gritos celebrando, maldiciendo entre idiomas paganos a los cobardes que creían en las historias del lugar. Poco sabían que serían ellos mismos quienes le dieran vida y fuerza, pues sus nombres serían difíciles de olvidar.

Los hermanos Lebeuf, Freinar y Franchesco, nunca creyeron en los cuentos de hadas ni las leyendas de terror. Sabían que era solo para atemorizar a los niños, para prohibirles la salida de su habitación. Creían en los delincuentes, en las armas, en los problemas resueltos a puños y las sucias botellas de ron, paseaban por la calle Diderot escupiendo en sus paredes y ensuciando sus esquinas, estrellando botellas y pidiendo a gritos que se hiciera presente su pavor.

El más joven de ellos señaló las puertas y las ventanas donde reconoció a esos ojos curiosos que prestaban atención, Freinar lo tomó como una invitación, alzó las manos con júbilo y los invitó a salir de su escondite para disfrutar de la noche con él, ofreciéndoles compartir el ron. Eran muy pocos los testigos, contados con una mano y algunos de ellos eran niños, aterrados al verlos fuera, temerosos cuando el canto de Franchesco súbitamente se calló.

Los padres cerraron las cortinas, cubrieron a los niños y se ocultaron en los rincones. Los viejos alzaron la voz en oraciones, y entonces el horrible silbido se escuchó. Una tonada que helaba la sangre, que erizaba la piel y hacía temblar al más escéptico, al más creyente, al inocente y al pecador.

Hubo un silencio temeroso, hasta que el ruido comenzó. Se azotaban las puertas con golpes erráticos, todas y cada una de ellas, con gritos que se escuchaban como si estuviesen golpeándose las cabezas contra ellas, con las desgarradoras voces de Freinar y Franchesco suplicando que les permitieran entrar, deformándose hasta convertirse en chillidos aterradores y carcajadas en un plano espectral. Las ventanas temblaron, la gente lloraba agarrándose las manos, cerrando los ojos para esperar a que el suplicio terminase, a que la oscuridad dejase de envolverlos con el pútrido olor de la carne y la sangre, hasta que las ventanas y puertas dejasen de batirse como si alguien tratase de forzarlas para entrar en ellas. Juraban que las sombras se paseaban entre sus cortinas, jugando con sus plegarias e imaginación.

Y súbitamente, los Lebeuf se callaron.

Los azotes y golpes se detuvieron, como si el viento se los hubiese llevado en una última ráfaga que atrajo consigo algo nuevo. Los niños se escondieron bajo las mesas y en los armarios, con los padres cuidando que ninguno se viera, que permanecieran ocultos hasta el último cabello cuando por fin escucharon esos pasos.

Pisadas que arrastraban espuelas, aunque los más viejos aseguraban que se trataba de cadenas, un corto silencio... y tres educados golpes a la puerta.

Las madres rezaban, los padres se preparaban, todos se agazapaban ocultando a los hijos, a los jóvenes, con los más viejos haciendo frente a las puertas para prohibirle la entrada.

—Se ha ido.

Escucharon todos, en cada puerta, en cada casa, a Freinar Lebeuf.

Pero nadie se movía, nadie le creía, era el momento decisivo para rogar por sus almas y pedir la salvación. Hubo otros tres golpes a la puerta.

—Se ha ido.

Repitió Franchesco Lebeuf.

Y de nuevo, los ancianos no se movían, alzando crucifijos y rosarios en dirección a esa vulnerable entrada.

—SE HA IDO.

El grito colectivo se acompañó de cuatro puños golpeando las puertas arrítmicamente, con una fuerza inhumana, con un desesperante repetir de esas tres letras que a todo el mundo enloqueció. Duró minutos, horas, una eternidad hasta que cesó con la llegada del primer atisbo de luz. Nadie podía moverse del pavor. Fueron horas esperando por un fiel amanecer, por un sol sobre sus cabezas para atreverse a moverse, a correr las cortinas y abrir las puertas entre súplicas y oración.

La calle Diderot estaba vacía, sin ruidos ni galopes, sin gritos... a excepción de un par de botellas de ron.

Al día de hoy, nadie sabe lo que ocurrió con los hermanos Lebeuf.

Pero nadie pasea de noche por la calle Diderot.

. . . 

¡Feliz Halloween 2020!

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¡Nos leemos pronto! 

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