Capítulo 1: Hace 9.400 años

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I. Hace 9.400 Años

Estoy sobrevolando en la niebla, débilmente empiezo a percibir una aldea, me aproximo para precisar que está conformada por nueve chozas circulares de forma cónica, recubiertas de adobe, no muy altas aunque amplias, en ellas duermen familias de hasta diez personas. Está anclada en un valle cerca al límite de una pequeña cadena montañosa por el que serpentea perezoso un arroyo de aguas cristalinas que se interna en un exuberante bosque. Estoy en alguna parte del actual Irak.

La vida en la aldea transcurre tranquila, yo me muevo como si fuera un fantasma, nadie advierte mi presencia; los hombres salen a cazar y a su regreso cuentan historias. Los ciervos son los trofeos más apetecidos, los jabalíes son los más fáciles de atrapar. Los traen vivos y las dejan en un corral para sacrificarlos cuando se agota la carne; ésta la preparan las mujeres, la secan al sol y la llenan de sal para su conservación. Las mujeres se encargan de los niños y recolectan diversos frutos, almendras y pistachos, cultivan legumbres, trigo y cebada y con morteros luego hacen harinas con las que preparan variedad de alimentos.

Al verlo me identifico de inmediato con un niño. Tengo 11 años, me llaman Roko y me encanta trepar en los árboles. Aún no puedo acompañar a los hombres a cazar, así que paso con las mujeres y ayudo a bajar los frutos que ellas seleccionan.

El día inició hace pocas horas. El sol radiante invita a internarse en el bosque. Estoy disfrutando mi desayuno frugal en la copa de un árbol, ajeno a la tragedia que sufría la aldea a mis espaldas. En el bosque se oyen multitud de sonidos: los trinos de las aves que orquestan sinfonías que alegran la mañana, el arroyo que golpea las rocas, el viento que se abre paso entre las copas de los arboles con pequeñas ráfagas que aúllan por entre las ramas, el zumbido de insectos atareados que protestan por la invasión de sus predios, los gritos de pequeños mamíferos que comparten las ramas de los árboles huyendo de los peligros del suelo. Todo un espectáculo que disfruté mientras comía jugosas frutas tomadas de los árboles.

El sol se izaba hacia el medio día cuando regresé y vi con espanto que la aldea había sido devastada, las viviendas destruidas, los hombres que enfrentaron a los atacantes y los ancianos estaban muertos. Corrí entre los escombros buscando familiares. La tristeza arrancó lágrimas. Había quedado solo.

Seguí el rastro que habían dejado. Veloz, en silencio y sin dejar que me vieran, recuerdo con claridad la explicación de mi padre semanas atrás, eran las primeras clases para convertirme en cazador; primero debía aprender a rastrear la presa, seguirla, cuidar el sentido del viento para evitar que me descubran.

Empieza a caer la tarde cuando encuentro el grupo; son casi cien personas de diversas aldeas, que viajan atados del cuello y fuertemente custodiados por unos treinta soldados armados con lanzas, arcos con flechas y  grandes cuchillos de metal. Armamento que hasta ese momento no eran conocidos en la aldea.

Me separo un poco de Roko para explorar esa pequeña ciudad. Observo como los hombres son separados y obligados a trabajar en las canteras, en las minas de cobre y en la construcción de verdaderas edificaciones hechas en adobe, vigas de madera y barro apisonado.

Las mujeres debían cultivar las extensas llanuras, cuidar la variada ganadería, crear diversas vasijas de cerámica, fabricar textiles y servir en esclavitud a los soldados.

  - Buena cacería – dijo Harum, los soldados se inclinaron al escucharlo. Comparado con los demás, es enorme. Unos dos metros de estatura, espalda ancha, más de ciento veinte kilos, barba de chivo y cabeza rapada. Revisó el valioso cargamento de esclavos que trabajarían para él. Seleccionó tres doncellas para su servicio.

  - ¡¡Nooo, Aruma!! – fue el grito de un jovenzuelo que imploraba por su amor imposible. Harum se le acercó y con una mano gigantesca lo atenazó del cuello y lo elevó del suelo. Forcejea, patalea, intenta liberarse pero todo es inútil, siente tragarse la garganta, sus venas están por reventar en el cuello, su rostro pasa de palido a rojo y empieza a ponerse azul cuando lo suelta, el chico se desploma hasta el piso arrastrando consigo a los dos prisioneros junto a él.

  - Envíenlo a la mina – concluyó Harum – allí se olvidará de su noviecita, jajajaja. – Esa breve demostración de fuerza y poder causaría el miedo necesario para eliminar posibles intentos de fuga o rebelión.

Roko observa desde lejos, oculto entre los matorrales, desde la parte alta de un montículo que gobernaba la ciudad, encallada en la falda de la montaña. Se queda allí hasta que la oscuridad convierte el paisaje en penumbras.

Me adelanto en el tiempo cuatro años y veo a Roko vestir con una piel de venado. Delgado, alto y de contextura fuerte, dejó atrás la imagen de niño frágil. Ha encontrado una saliente en la montaña, junto a una cueva que le sirve de hogar. Desde allí puede mirar los movimientos de Harum y su cada vez más poderoso ejército. Una vez por semana llegan con más prisioneros. Hoy los va a esperar escondido en el bosque. Piensa en sorprender a un soldado y quitarle sus armas. Espera algún día poder enfrentarlos.

El grupo regresa con 65 prisioneros. Cada vez son menos los que logran atrapar y los viajes son más largos. Ha observado que eventualmente algún soldado se retrasa del grupo, explorando en los alrededores para descubrir posibles cautivos. Quizás hoy tenga suerte.

Cuando se dispone a seguir al grupo a una prudente distancia, ve que una joven mujer con una niña en brazos corre reclamando que le devuelvan a su esposo. Roko la intercepta y le indica que haga silencio de lo contrario ella y su niña de apenas un año correrían la misma suerte. La tranquiliza mientras ve alejarse al último soldado que se integra al grupo para entrar a la ciudad. Había perdido su oportunidad.

Me adelanto en el tiempo otros diez años, Roko sigue vigilando desde lo alto de la montaña a los soldados, los considera más peligrosos que cualquier animal, por ello deben ser muy precavidos. El es el líder de un pequeño grupo de 6 refugiados. Salir a buscar la comida, atravesar la pradera y regresar a la cueva natural en la montaña, se ha convertido en el medio de supervivencia para el grupo.

Sue tiene ahora 11 años, se acerca a Roko por la espalda y lo abraza. Aprendió a amar en silencio a su protector, a su salvador. Roko se da vuelta y la mira con ternura correspondiendo a su abrazo. La imagen de su rostro se graba en su mente.

No puede ser…“¡Sue es Melissa… mi hija!” 

HashimDonde viven las historias. Descúbrelo ahora