Los ahorcados: novela policíaca (Parte 1)

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Índice

 

Primera parte. El arcano mundo del hombre de la lengua azulada.

 Segunda parte. El segundo ahorcado.

 Tercera parte. Cierre de las investigaciones.

 Cuarta parte. Cincuenta años después.

Primera parte

El arcano mundo del hombre de la lengua azulada

 1. El reencuentro

 

El hombre no despegaba el dedo del timbre, parecía una broma infantil. No desistía a pesar de que la mansión aparentaba estar deshabitada. La intermitencia de un resplandor filtrado a través de la mirilla le confirmaba que era observado del otro lado. “Un espectro”, murmuró la mujer que escudriñaba por la hendija, “Ese hombre debió estar muerto desde hace muchos años”. “Señora, sé que está ahí, déjeme pasar, necesito hablar con su esposo”. Durante días no recibió respuesta, pero sabía que la tendría. “No puede entrar, mi esposo está inconsciente”, escuchó una semana más tarde, a la misma hora de siempre. “Tiene que ser su bisnieto o un tataranieto… de ninguna manera puede ser él.”

Una tarde la cerradura fue liberada y los goznes chirriaron. La puerta no tardó en quedar desplegada. El hombre, sin dar espacio al protocolo, corrió hasta su objetivo. Repasó su estampa decumbente. “De lo que fuiste a lo que eres”, murmuró. La frase quedó suspendida en el aire. “Está en coma, señor, no entiendo su interés de verlo en ese estado”. “Déjeme examinarlo”, dijo. “¿Para qué?”. La mujer se negó. “Acuérdese de que soy médico.” “Él tiene su médico”, respondió. “Al que todavía le falta mucho por aprender, yo le quintuplico la experiencia… ¿no cree?” La esposa se hizo a un lado. El viejo doctor examinó al enfermo. “Su esposo está mal, pero no va a morir tan rápido como supone.” “¿Usted cree?... En el hospital me dijeron que…” “Le pudieron decir cualquier cosa, señora, pero él no morirá ahora, por lo menos hasta que no hable conmigo; menciónele mi nombre a partir de este momento, no importa que parezca no oírle”, ordenó. La recomendación fue dada en la puerta de la calle. “Verá como recobrará la lucidez”. “¡Qué su boca sea santa, señor!”. “Muchas gracias, señora, mañana vuelvo a la misma hora de siempre”. “Lo espero”.

Cuando el timbre de la puerta comenzó a sonar con insistencia, ya la mujer llevaba casi dos meses cuidando al enfermo. No le quedaban lágrimas; sus ojos se mostraban secos y vidriados.

La servidumbre andaba espantada por los rincones. El enfermo parecía consumirle el espíritu a la señora de la casa. Algunos valoraban escapar de la mansión, que se había tornado tétrica con aquel hombre, viejo y endiablado, aferrado durante horas al timbre de la puerta, pero no se atrevían. En la ciudad había más miseria que cincuenta o sesenta años atrás y los trabajos escaseaban como nunca antes. La mujer gobernaba la casa desde su silla de acompañante y la servidumbre siempre estaba atenta de quien pagaba.

Antes de que apareciera el viejo doctor, la esposa había alejado a los hijos de la casa redimiéndolos de visitarlos. Antepuso el orgullo de un enfermo depauperado y lo inútil de mostrar el largo suplicio a los nietos. Derramó sus últimas lágrimas convenciéndolos.

Ahora cumplía, sin remordimiento y esperanzada, la recomendación recibida. Mencionaba el nombre del tenebroso sujeto, que siempre le había puesto los pelos de puntas. Lo repetía tantas veces como le venía a la mente y se persignaba tantas veces como lo mencionaba. Durante la madrugada creyó ver, en algún momento, tintinear los párpados del esposo. “No, debo estar delirando, es el cansancio… estoy exhausta.” De eso se convencía porque los ojos se le cerraban sin remedio. Cuando la visita apareció al día siguiente, aún estaba sobre la silla. ”Te busca Valdescruz”, dijo una vez más al oído del esposo.

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