Caminaron, alzando la vista de vez en cuando para observar, con respeto, los gigantes molinos que se alzaban a su paso. Las hélices de cada uno de ellos, de gigantes longitudes, giraban a gran velocidad y con una fuerza sobrenatural, y producían un sonido constante.
A izquierda de ambos, se vislumbraba la zona sur de Navarra, donde el horizonte era infinito.
-Quizá por aquí se vea la ciudad-dijo, refiriéndose al lado derecho.
Así pues, subieron el montículo que había y, en efecto, se veía toda Pamplona, incluidos Zariquiegui, Zizur, Burlada, entre muchas otras localidades de su alrededor. Sin embargo, en cuanto llegaron a la cima, el viento sopló con furia. Ella sintió adrenalina ante esto y ambos comenzaron a reír, divertidos e impresionados. Se puso la chaqueta y, al ver que él solo llevaba puesta una camiseta, se acercó y le acarició el brazo, diciéndole:
-Ay, cuidado, no te vayas a resfriar.
Él sonrió y, quizá en un impulso reflejo, se acercó más a ella y, colocándose detrás, la rodeó con sus brazos. Ella pegó todo lo que pudo su cuerpo al de él y posó sus manos sobre las suyas. Las acarició.
Contemplaron en silencio el idílico panorama. La luz había adquirido un tono dorado-anaranjado, pues era algo tarde y el sol estaba comenzando su puesta, oculto por ciertas dóciles nubes esparcidas por el cielo. El viento despejaba sus rostros y los libraba de sus cabellos.
-Momento Titanic-dijo ella.
-Nunca he visto esa película-confesó él.
-Yo solo la vi una vez y no llegué a terminarla.
Dicho esto, se quedaron así durante un par de minutos. Parecía que el tiempo no transcurría. Tan solo eran audibles el viento, las hélices de los molinos girando y la respiración de él.
Luego, elevó su rostro, él se agachó un poco y se besaron. Pensó que no hacía falta ver esa película, porque aquella ya era su historia y su propia película.