Capítulo 3: Allí donde se alarga el camino.

30 3 3
                                    

Giussepe Pacardi, se repetía Al a sí mismo, ese fue el nombre del ilustrador desconocido que había elaborado la majestuosa imagen del lugar donde las mariposas morían. Descubrió sus iniciales escondidas en uno de los costados de la montaña, mientras contemplaba los surcos de la gigantesca mole de piedra cubierta de setos, y después de dos semanas de búsqueda implacable, había dado con un antiguo tomo de ilustraciones quijotescas publicado por Giussepe en el año de 1822. Una breve biografía lo describía como un artista onírico, que había abandonado las verdes costas del mar Adriático para buscar fortuna en el nuevo continente. Durante dos años, vivió en una de las grandes urbes del siglo XIX, para posteriormente viajar a los estados del centro-occidental del país. A su regreso, sus conocidos afirmaron que no se comportaba como él mismo solía hacerlo, hablaba poco y pasaba todo el día encerrado en su estudio privado; a los tres meses desapareció sin dejar huella de su destino, lo único que encontraron fue un compendio de ilustraciones extrañas, pero indiscutiblemente hermosas, donde el artista retrataba la belleza onírica de la montaña donde mueren las mariposas. Dos años después se publicó el libro que Flor le había regalado a Al en el pasado, contenía una de las ilustraciones que Pacardi había dibujado durante su encierro en el año de 1824.
Al tenía una pequeña pista que podía seguir, pero era tan vaga que imaginó que no lo llevaría a revelar el sitio que con ferviente ahínco anhelaba descubrir. Intentó encontrar más referencias, buscó entre distintas biografías de ilustradores europeos llegados al nuevo mundo, escudriñó múltiples libros de historia del arte, sin embargo la vida de Giussepe había sido tan escurridiza como la ubicación de la montaña de sus sueños, cuya existencia también parecía querer escapar de la comprensión del viejo. Aquellos momentos que no invertía en el encuentro de la misteriosa vida de Pacardi, los aprovechaba leyendo viejos manuales de geografía y de orografía, algunas cartas de navegación, antiguos mapas y planisferios, pero ninguno parecía resolver de manera concreta alguna parte del enigma que tenía enfrente, y que lentamente lo iba conduciendo a la locura. Pasó una tarde completa revisando un manuscrito desclasificado de etnología, en él descubrió la probable existencia de pequeñas sociedades sincretistas que se refugiaban del mundo moderno al interior de los profundos bosques de coníferas de los condados colindantes con la gran urbe del centro. Memorizó la leyenda del árbol de Freüne y la misteriosa historia de La noche de las luciérnagas, pero ambas parecían querer ocultar a propósito las enigmáticas regiones que había visitado el ilustrador Giussepe Pacardi.
Aún a pesar de la vaguedad de la pista que lo guiaba, Al había tomado la decisión de embarcarse en un viaje para dar con el oculto paraje que proyectaban sus sueños. Tomó una pequeña valija de piel color marrón y guardó en ella la poca ropa que poseía, seis camisas de algodón, tres pares de pantalones, tres sacos pardos, mas uno azul que llevaba, puesto, seis pares de calcetines y un par de zapatos color vino. Dejó la maleta abierta sobre la cama y salió de la habitación, caminó por el pasillo y entró a la biblioteca, dió un par de zancadas hasta llegar al escritorio y lo examinó, ahí permanecía el antiguo libro, abierto de par en par y con la ilustración a plena vista, era el único recuerdo que permitiría llevarse. Cuando la gente descubriera la casa vacía, los libros serían trasladados a alguna otra parte, tal vez a una biblioteca o quizá a un archivo oculto a los ojos de la gente, donde otros eruditos se deleitarían con los complejos pasajes, nombres e historias que se regocijaban entre las páginas de todos sus manuscritos. Pero el libro que Flor le había dado era ahora guardián arcano de su esencia, así Al lo sentía, y una vez hubo recuperado su memoria del profundo amor antes olvidado, él lo llevaría consigo, como si en sus frágiles y antiguas páginas se guardaran secretamente los tiernos besos, las caricias y las voces de su amada; así, no sería alguien más que ella quien le hiciera compañía en este largo y desconocido viaje. Tomó el manuscrito y salió apresuradamente de la biblioteca.
Ya en su alcoba, colocó con sumo cuidado el tomo entre sus camisas y pantalones para arroparlo, y cerró suavemente la valija.
A los setenta y dos años y con una enfermedad terminal, cualquier persona con un palmo de sensatez habría imaginado que era empresa de locos y necios partir apresuradamente a la aventura sin un destino claro, pero Al, con el fruto de sus años, había comprendido la futilidad de la sensatez humana en su fatídico intento por alargar algo tan cierto como es el hado natural de nuestro trayecto a través de la vida, y que la única diferencia verdadera entre él y todo aquél que osara precintarlo de demente, cuál objeto de categoría dudosa, era que él se había adjudicado la elección de definir en qué circunstancias partiría de su cruenta existencia; así, libre de cadenas que lo ataran a este mundo, Al salió por la puerta de su casa, mirando por última vez al pórtico de lo que fue su morada y resguardo de una humanidad incomprensible e incompetente, y caminó calle arriba, con el atardecer a sus espaldas.

Donde Mueren Las MariposasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora