Capítulo 1: Las mariposas.

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Las mariposas son insectos holometábolos, del órden de los hepidópteros, sus larvas son conocidas como orugas y se alimentan comúnmente de materia vegetal. Poseen dos pares de alas cubiertas de escamas coloreadas, que utilizan para regular su temperatura, para el coito y, por supuesto, para volar.
Al, igual que muchas personas antes que él, tenía una extraña fascinación con estos insectos.
Las mariposas han sido, desde la antigüedad, inspiración de poetas, filósofos, escritores, pintores y músicos. Robert Frost se refería a ellas como flores que vuelan y todo hacen, excepto cantar. Lo que Al más admiraba de ellas era una de sus características más destacadas, el proceso de metamorfósis de su cuerpo.
Desde un punto de vista científico, las orugas tienen la capacidad de envolver su cuerpo en seda para permanecer largo tiempo al interior de un capullo al que se le llama crisálida, en el cual experimentan grandes cambios metabólicos y morfológicos, hasta emerger como mariposas. Muchos han asociado este proceso con la purificación del alma, con el trabajo interno para alcanzar la perfección; Al era uno de ellos, para él, las mariposas eran las verdaderas alquimistas de la naturaleza.

Pasaba la media noche, Al se había quedado dormido sobre el sillón y sujetaba con fuerza una almohada contra su pecho. En su mente se proyectaba un sueño que le calmaba el vacío que sentía en el corazón, lo había soñado antes pero nunca había podido darle significado: era sobre una montaña tan alta como el cielo, cubierta de un verdor que duraba todas las estaciones del año y resplandecía fulgente entre los rayos del sol. Una serie de escalones tallados en la piedra de la montaña recorrían desde la base hasta la punta, una punta tan hermosa como imponente. La cúspide estaba cubierta de un nubarrón multicolor que resplandecía con fuerza frente a los haces de luz crepuscular, eran mariposas que revoloteaban unos instantes, para dejarse caer muertas al suelo, decorándolo con sus cuerpos moribundos, como una alfombra celeste sobre la estéril piedra de la montaña.
Al abrió los ojos con delicadeza, tenía una jaqueca que le quebraba el cerebro. Miró en todas direcciones y sólo pudo apreciar la oscuridad de la sala. Se sentía ligeramente confundido y como si algo en su pecho estrujara con fuerza su corazón. Se incorporó lentamente y miró hacia el frente, todo era penumbra. Su mente comenzó a trabajar con lentitud y los recuerdos de su sueño se apelmazaron de manera desordenada en su cabeza, los colores de la tupida alfombra de mariposas, la nube de aleteos incesantes que coronaban la cima de la montaña... La montaña... ¿Dónde había visto ese lugar? Lo recordaba de otros sueños distantes, como si su corazón le exigiera rememorar un sentimiento perdido entre las memorias más recónditas de su mente. Se levantó del sillón y comenzó a caminar en círculos por toda la habitación, era una costumbre que tenía y solía emplearla durante los momentos que ameritaban una reflexión profunda. Se detuvo frente a una mesita a lado del sillón, encima reposaba una cajetilla de cigarros algo maltratada. Parece una locura que un paciente diagnosticado con cáncer de pulmón continúe su vida fumando, sin embargo, Al era consciente de que el tiempo que le quedaba en este mundo era prácticamente efímero, y tomó la decisión de nunca abandonar un hábito tan dañino -y la posible causa de su muerte-, a razón de disfrutar lo poco que le quedaba de vida. Cogió la cajetilla y la abrió con delicadeza, en el interior reposaban cuatro cigarros. «Suficiente para poner esta vieja mente en marcha», pensó para sí mismo. Tomó un cigarro y lo colocó entre sus labios resecos. Miró hacia la mesita de nuevo, parecía desconcertado. Palpó varias veces entre los bolsillos de su chaleco hasta que sintió un objeto duro y pesado, buscó en el interior y extrajo un pequeño mechero metálico, tenía un nombre grabado en uno de los costados, pero no era el suyo. Con el pulgar abrió la tapa e hizo presión en el engrane que raspaba la piedra, lo hizo girar y el mechero prendió de un chispazo. Al sintió la calidez del humo de tabaco entrar en su pecho, sus manos dejaron de temblar y un sabor amargo y ahumado recorrió sus papilas de punta a punta. Expelió el humo por la boca y este contrastó entre la penumbra de la habitación y la invasiva luz de alguna farola perdida en la calle, que se colaba en la habitación a través de un hueco en las cortinas de la ventana.
Al se volvió a sentar en el sillón y dio una calada profunda a su cigarro, su mente empezó a trabajar a toda velocidad; rememoró las imágenes de su sueño... La montaña de piedra, los escalones tallados, el verdor de los árboles, las mariposas... Comenzó a divagar sobre las mariposas, imaginó su aletear danzante, sus colores bajo la luz del sol. Recordó que los griegos imaginaban las rojas alas de la Vanessa como los fuegos eternos del inframundo. ¿Habían sido realmente los griegos? No lo podía recordar con precisión. Victor Hugo también escribió un poema sobre ellas... El génesis de las mariposas.

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